lunes, 1 de junio de 2009

El Yo y el ello. S. Freud


El yo y el ello. (1923)  Das Ich und das Es

Sigmund FREUD. Obras completas. Version Amorrortu Editores.  Volumen 19.

Introducción por James Strachey

Ediciones en alemán

1923 Leipzig, Viena y Zurich: Internationaler Psychoana-lytischer Verlag, 77 págs.
1925 GS, 6, págs. 351-405.
1931 Theoretische Schriften, págs. 338-91.
1940 GW, 13, págs. 237-89.
1975 SA, 3, págs. 273-330.

Traducciones en castellano

1924 El yo y el ello. BN (17 vols.), 9, págs. 237-96. Traducción de Luis López-Ballesteros.
1943 Igual título. EA, 9, págs. 227-81. El mismo traductor.
1948 Igual título. BN (2 vols.), 1, págs. 1213-34. El mismo traductor.
1953 Igual título. SR, 9, págs. 191-237. El mismo traductor.
1967 Igual título. BN (3 vols.), 2, págs. 9-30. El mismo traductor.
1974 Igual título. BN (9 vols.), 7, págs. 2701-28. El mismo traductor.
Este libro apareció en la tercera semana de abril de 1923, si bien Freud ya venía pensando en él al menos desde julio del año anterior (Jones, 1957, pág. 104). El 26 de setiembre de 1922, en el 7º Congreso Psicoanalítico Internacional celebrado en Berlín (el último al que asistió), leyó un breve trabajo titulado «Etwas vom Unbewussten» {Consideraciones sobre lo inconciente}, que preanunciaba el contenido de la presente obra. Ese trabajo no se publicó, pero un resumen de él apareció en Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse, 8, nº 4, pág. 486, y aunque no se sabe con certeza si fue escrito por Freud, vale la pena reproducirlo:

«Consideraciones sobre lo inconciente.

(ver nota: {Traducciones en castellano: 1955: «Observaciones sobre el inconsciente», SR, 21, pág. 399, trad. de L. Rosenthal; 1968: Igual título, BN (3 vols.), 3, pág. 997; 1974: Igual título, BN (9 vols.), 7, pág. 2660.})
«El disertante repite la conocida historia de desarrollo del concepto de inconciente" en el psicoanálisis. "Inconciente" es al comienzo un término meramente descriptivo que, por consiguiente, incluye a lo latente por el momento. Empero, la concepción dinámica del proceso represivo fuerza a dar a lo inconciente un sentido sistemático, de suerte que se lo equipara a lo reprimido. Lo latente, inconciente sólo de manera temporaria, recibe el nombre de "preconciente" y se sitúa, desde el punto de vista sistemático, en las proximidades de lo conciente. El doble significado del sustantivo "inconciente" ha conllevado ciertas desventajas difíciles de evitar, y que no son sustanciales. Pero se demuestra que no es factible hacer coincidir lo reprimido con lo inconciente, y el yo con lo preconciente y lo conciente. El disertante elucida los dos hechos que prueban que también dentro del yo hay un inconciente que desde el punto de vista dinámico se comporta como lo inconciente reprimido, a saber: la resistencia en el análisis, que parte del yo, y el sentimiento inconciente de culpa. Comunica que en un trabajo de pronta aparición, El yo y el ello, ha intentado apreciar la influencia que estas nuevas íntelecciones no pueden menos que ejercer sobre la concepción de lo inconciente».
El yo y el ello es la última de las grandes obras teóricas de Freud. Ofrece una descripción de la psique y su operación que a primera vista es nueva y aun revolucionaria; y, en verdad, todos los escritos psicoanalíticos posteriores a su publicación llevan su impronta inconfundible -al menos en lo tocante a la terminología-. Pero como tan a menudo sucede con Freud, es posible rastrear el origen de estas ideas y síntesis aparentemente novedosas en trabajos suyos anteriores, a veces incluso de mucho tiempo atrás.

Precursores del cuadro general de la psique que aquí se presenta fueron, sucesivamente, el «Proyecto de psicología» de 1895 (Freud, 1950a), el capítulo VII de La interpretación de los sueños ( 1900a) y los trabajos metapsicológicos de 1915. En todos ellos se consideraron, inevitablemente, los problemas conexos del funcionamiento y la estructura de la psique, aunque con variable hincapié en uno u otro aspecto. La circunstancia histórica de que en sus orígenes el psicoanálisis estuvo vinculado al estudio de la histeria lo llevó de inmediato a formular la hipótesis de la represión (o, en términos más generales, la defensa) como función psíquica, y esto a su vez condujo a una hipótesis tópica: un esquema de la psique dividida en dos partes, una de las cuales era la reprimida y la otra la represora. A todas luces, íntimamente ligada a estas hipótesis estaba la cualidad de «conciencia»; y no era difícil equiparar la parte reprimida de la psique con lo «inconciente» y la represora con lo «conciente». Freud representó esta concepción en sus primeros diagramas del aparato psíquico
, contenidos en La interpretación de los sueños (AE, 5, págs. 531-4) y en su carta a Fliess del 6 de diciembre de 1896 (Freud, 1950a,, Carta 52), AE, 1, págs. 274-8; y este esquema en apariencia simple fue el cimiento en que se asentaron todas sus ideas teóricas iniciales: desde el punto de vista funcional, una fuerza reprimida trataba de abrirse paso hacía la actividad pero era frenada por una fuerza represora; desde el punto de vista estructural, a un «inconciente» se oponía un «yo».

No obstante, pronto surgieron complicaciones. Se vio enseguida que la palabra «inconciente» era utilizada en dos sentidos: el «descriptivo» (según el cual simplemente se atribuía a un estado psíquico una particular cualidad) y el «dinámico» (según el cual se atribuía a un estado psíquico una particular función). El distingo fue hecho, aunque no en los mismos términos, ya en La interpretación de los sueños (AE, 5, págs. 602-3), y con mucho mayor claridad en «Nota sobre el concepto de lo inconciente en psicoanálisis» (1912g), AE, 12, págs. 273-4. Pero desde el comienzo (como lo muestran perfectamente los diagramas) estuvo envuelta en esto otra noción, más oscura: la de los «sistemas» o «instancias» existentes en el aparato psíquico. Este concepto implicaba una división tópica o estructural de la psique basada en algo más que la función, una división en partes a las que podía atribuírseles ciertas características y modos de operación diferentes. Sin duda había ya implícita una idea de esa índole en la expresión «el inconciente» 
(nota: {«Das Unbewusst»: Hemos traducido «lo inconciente», salvo en los casos en que el texto se refiere al «sitema inconciente», donde recurrimos al artículo masculino. Esto implica cierta cuota de interpretación, pues el término alemán siempre es neutro, como lo son también «das Bewusstsein» («la conciencia») y «das Vorbewusst» («lo preconciente»; en este caso también aplicamos el criterio antes expuesto). Lo importante es advertir que no corresponde asociar este problema del género gramatical con el de averiguar si para Freud «inconciente» es cualidad o cosa; esto último debe discernirse por el contexto. La aclaración no es ociosa, pues en castellano el artículo neutro sugiere una cualidad, lo que no es igualmente válido para el alemán.}), de temprana aparición (p.ej., en una nota al pie de Estudios sobre la histeria ( 1895d), AE, 2, pág. 95, n. 31 ). El concepto de «sistema» fue explicitado en La interpretación de los sueños (AE, 5, pág. 530). Los términos con que allí se lo introdujo sugerían de inmediato imágenes espaciales, tópicas, aunque Freud advertía que no debía tomárselas al pie de la letra. Había un cierto número de estos «sistemas» (sistema mnémico, sistema percepción, etc.) y entre ellos «el inconciente», que «en aras de la simplicidad» sería designado «el sistema Icc».
En estos primeros pasajes, manifiestamente el sistema inconciente no significaba otra cosa que lo reprimido, hasta que en la última sección de La interpretación de los sueños se señala algo de alcances mucho más vastos. La cuestión quedó en suspenso hasta la ya mencionada «Nota sobre el concepto de lo inconciente», en la cual, amén de establecer una clara diferenciación entre los usos descriptivo y dinámico del término «inconciente», Freud define un tercer uso, «sistemático» (AE, 12, pág. 277). En este pasaje proponía emplear el símbolo «icc» únicamente para el «sistema» inconciente. Todo esto parece muy claro, pero, extrañamente, el cuadro volvió a desdibujarse una vez más en el trabajo metapsicológico «Lo inconciente» (1915e), en cuya segunda sección (AE, 14, págs. 168 y sigs.) ya no se hablaba de tres usos del término sino sólo de dos. El uso «dinámico» había desaparecido, presumiblemente subsumido en el «sistemático» (nota: Ambos parecen claramente ser equiparados en Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, pág, 19,), seguía llamándose «Icc» al sistema, si bien ahora incluía a lo reprimido. Por último, en el capítulo I de la presente obra -así como en la 3º de sus Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a)- Freud volvió a establecer un triple distingo y clasificación, aunque al final del capítulo aplica la abreviatura «Icc», por inadvertencia tal vez, a las tres clases de «inconciente».
La cuestión que se plantea es si el término «inconciente» era en verdad apropiado como designación de un sistema.

En el modelo estructural del aparato psíquico, lo que desde el principio se distinguió con toda claridad de «el inconciente» fue «el yo»; ahora, resultaba que el yo mismo debía ser descrito en parte como «inconciente». Esto fue señalado en Más allá del principio de placer (1920g), en una frase que en la primera edición de esa obra rezaba: «Es posible que en el yo sea mucho lo inconciente (nota: Aquí Freud se refiere al yo tanto en sentido descriptivo como sistemático.); probablemente abarcamos sólo una pequeña parte de eso con el nombre de preconciente» (nota: Cf. AE, 18, pág. 19 y n. 4. En verdad, al comienzo de su segundo trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1896b), AE, 3, pág. 163, había dicho que el mecanismo psíquico de la defensa era «inconciente».), y que en la segunda edición pasó a afirmar: «Es que sin duda también en el interior del yo es mucho lo inconciente; justamente lo que puede llamarse el núcleo del yo; abarcamos sólo una pequeña parte de eso con el nombre de preconciente». Y este descubrimiento y su fundamentación fueron establecidos con mayor insistencia aún en el capítulo 1 del presente trabajo.
Se había vuelto evidente, entonces, que tanto en lo que atañe a «el inconciente» como en lo que atañe a «el yo», la condición de conciente no era ya un criterio valedero para esbozar un modelo estructural de la psique. Por ende, Freud abandonó en este contexto, como marca diferenciadora, la condición de ser «conciente», y a partir de ese momento comenzó a considerarla simplemente como algo que podía adscribirse o no a un estado psíquico. De hecho, no restaba de este término más que su antiguo sentido «descriptivo». La nueva terminología introducida por él fue sumamente clarificadora e hizo posible ulteriores avances clínicos; pero no implicaba un cambio fundamental en sus concepciones sobre la estructura y el funcionamiento de la psique. En verdad, las tres entidades que ahora se presentaban, el ello, el yo y el superyó, tenían todas una larga historia (dos de ellas bajo otro nombre), que valdrá la pena repasar.

La expresión «das Es» («el ello»), como el propio Freud explica, fue tomada directamente de Georg Grodeleck, un médico que ejercía en Baden-Baden, se había vinculado con el psicoanálisis poco tiempo atrás y había suscitado gran simpatía en Freud por la amplitud de sus ideas. A su vez, Groddeck parece haber tomado la frase de su maestro, Ernst Schweninger, un conocido médico alemán de una generación anterior. Pero, como también señala Freud, el uso de la palabra se remonta sin duda a Nietzsche. Sea como fuere, Freud la adoptó dándole un significado diferente y más preciso que el de Groddeck. Ella vino a aclarar y en parte a remplazar los mal definidos usos de las expresiones anteriores «el inconciente», «el Icc» y «el inconciente sistemático». 
(ver nota: A partir de la presente obra, Freud casi dejó de usar el símbolo «Icc»; sólo se lo encuentra en las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, pág. 67, y en Moisés y la religión monoteísta ( 1939a), AE, 23, pág. 92, donde, paradójicamente, es empleado en el sentido «descriptivo». Freud siguió utilizando, aunque cada vez con menor frecuencia, la expresión «el inconciente» como sinónimo de «el ello».)

Las cosas son bastante menos nítidas en lo que respecta a «das Ich» («el yo»). Por cierto, este vocablo era bien conocido antes de Freud; pero el sentido preciso que él le adjudicó en sus primeros escritos no carece de ambigüedad. Parece posible discernir dos usos principales: en uno de estos, el vocablo designa el «sí-mismo» de una persona como totalidad (incluyendo, quizá, su cuerpo), para diferenciarla de otras personas; en el otro uso, denota una parte determinada de la psique, que se caracteriza por atributos y funciones especiales. Freud empleó el término en este segundo sentido en la detallada descripción de «el yo» que efectuó en su «Proyecto de psicología» de 1895 (AE, 1, págs. 368-369), como también en la anatomía del aparato psíquico que emprende en El yo y el ello. Pero en algunos de sus trabajos de los años intermedios (particularmente en los vinculados con el narcisismo), el «yo» parece más bien corresponder al «sí-mísmo» {«das Selbst»}. 
No es fácil, sin embargo, trazar una línea demarcatoria entre ambos sentidos del vocablo. (ver nota: En un pasaje de El malestar en la cultura ( 1930a), AE, 21, pág. 66, el mismo Freud da como equivalentes «das Ich» y «das Selbst»; y al discutir la responsabilidad del soñante por sus producciones oníricas, en «Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto» (1925i), establece una clara distinción entre los dos usos de la palabra alemana «Ich».)

Lo cierto es que tras su aislado intento de analizar en detalle la estructura y funcionamiento del yo en el «Proyecto» de 1895, Freud casi no tocó más el tema durante quince años. Su interés se centró en sus investigaciones sobre lo inconciente y las pulsiones, en especial las sexuales, y en el papel que estas desempeñaban en el comportamiento psíquico normal y patológico. Desde luego, nunca soslayó el hecho de que las fuerzas represoras cumplían un papel igualmente importante, sino que insistió en esto permanentemente; pero dejó para el futuro su examen más atento. Por el momento bastaba con incluirlas bajo el rótulo general de «el yo».
Alrededor del año 1910 hubo dos indicios de un cambio. En su artículo acerca de la perturbación psicógena de la visión (1910i) se mencionan, al parecer por vez primera, las «pulsiones yoicas», en las que se combinan las funciones de represión y de autoconservación (AE, 11, pág. 211 ). El otro desarrollo, más importante, fue la hipótesis del narcisismo, propuesta en 1909 y que dio paso a un detallado examen del yo y sus funciones en una variedad de contextos: el estudio sobre Leonardo da Vinci (1910c), el historial clínico de Schreber (1911c), «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911b), «Introducción del narcisismo» (1914c) y «Lo inconciente» (1915e). En este último trabajo tuvo lugar, empero, otra modificación: lo que antes se llamaba «el yo» pasó a ser «el sistema Cc (Prcc)» (nota:   Estas abreviaturas, como la del «Icc», se remontan a La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 533, n. 9, aunque ya todas ellas habían sido empleadas (en el sentido sistemático) en la correspondencia con Fliess (Freud, 1950a); cf. la Carta 64 y el Manuscrito N, del 31 de mayo de 1897 (AE, 1, págs, 295-8). ). Este es el sistema progenitor de «el yo» tal como lo encontramos en la terminología corregida, de la cual, según hemos visto, se eliminó la desorientadora vinculación con la cualidad de «conciencia».
Todas las funciones del sistema Cc (Prcc), como habían sido enumeradas en «Lo inconciente» (AE, 14, págs. 185-6), y que incluyen la censura, el examen de realidad, etc., son asignadas ahora al «yo» (nota:  Se hallarán algunas observaciones sobre la función «sintética» del yo en las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a) AE, 22, pág. 71 y n. 22. ). Pero el examen de una de esas funciones, en particular, habría de dar trascendentales resultados: me refiero a la facultad de autocrítica. Ella y su correlato, el «sentimiento de culpa», habían atraído el interés de Freud desde las primeras épocas, principalmente en conexión con la neurosis obsesiva, Su teoría de que las compulsiones son «reproches mudados, que retornan desde la represión», por el placer sexual de que se disfrutó en la infancia, teoría explicada en su segundo artículo sobre las neuropsicosis de defensa (1896b), ya había sido más o menos esbozada en las cartas a Ress. En esta etapa de su pensamiento, quedaba sobrentendido que los reproches podían ser inconcientes, y así lo declaró expresamente en «Acciones obsesivas y prácticas religiosas» (1907b), AE, 9, pág. 106. No obstante, fue el concepto de narcisismo el que Permitió echar luz sobre el verdadero mecanismo de tales autorreproches. En la sección III de «Introducción de! narcisismo», Freud comienza indicando que el narcisismo de la infancia es remplazado en el adulto por la devoción a un yo ideal que se forma en su interior, y sugiere luego la posibilidad de que exista una «instancia psíquica particular» cuyo cometido sea «observar de manera continua al yo actual» midiéndolo con el yo ideal o ideal del yo expresiones que al parecer utilizaba en forma indistinta- (AE, 14, pág. 92). Lo mismo hace en las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, págs. 389-90
. Atribuía a esa instancia funciones como la conciencia moral de la persona normal, la censura onírica y ciertas representaciones delirantes paranoides. En «Duelo y melancolía» (1917e), AE, 14, pág. 245, le adjudicó también la responsabilidad por ciertos estados de duelo patológicos e insistió expresamente en que era distinta del resto del yo; aclaró más aún esto último en Psicología de las masas Y análisis del yo (1921c). Debe advertirse, sin embargo, que aquí ya se había dejado de lado el distingo entre el «ideal del yo» en sí y la «instancia» encargada de hacerlo cumplir: esta era denominada específicamente «ideal del yo» (AE, 18, págs. 103-4). En el presente trabajo, el «superyó» («das Über Ich» (nota:   Jones (1957, pág. 305n.) indica que el término ya había sido empleado antes por Münsterberg (1908), aunque en un sentido diferente, y considera improbable que Freud conociera ese texto. )) aparece la primera vez como equivalente del «ideal del yo», si bien luego cobra predominantemente el carácter de una instancia admonitoria o prohibidora. En realidad, después de El yo y el ello y de dos o tres trabajos breves que le siguieron inmediatamente, el «ideal del yo» desapareció casi por completo como tecnicismo. Reaparece en forma esporádica en un par de oraciones de las Nuevas conferencias, donde encontramos un retorno al distingo establecido originalmente, pues una «función importante» atribuida al superyó es actuar como «portador del ideal del yo con el que el yo se mide» (AE, 22, pág. 60), casi las mismas palabras con que se había introducido el ideal del yo en el artículo sobre el narcisismo (AE, 14, pág. 90).
Este distingo parece artificial, empero, cuando reparamos en la descripción que hace Freud de la génesis del superyó -descripción cuya importancia sin duda sólo es superada en esta obra por la tesis principal de la división tripartita de la psique- Se nos muestra que el superyó deriva de la trasformación de las primeras investiduras de objeto del niño en identificaciones: ocupa el sitio del complejo de Edipo. Este mecanismo de remplazo de una investidura de objeto por una identificación y la introyección del objeto había sido aplicado por primera vez, en el estudio sobre Leonardo, para explicar uno de los tipos de homosexualidad, en que el niño sustituye el amor por su madre identificándose con ella (AE, 11, pág. 93). Más tarde, en «Duelo y melancolía» (AE, 14, págs. 246-7), utilizó ese mismo concepto para dilucidar los estados depresivos. Exámenes más detallados de estas diversas clases de identificaciones e introyecciones se efectuaron en los capítulos VII, VIII y XI de Psicología de las masas; pero no fue sino en la presente obra cuando Freud alcanzó su concepción definitiva acerca del superyó y su proveniencia de los más tempranos vínculos de objeto del niño
Una vez efectuada su anatomía de la psique, Freud estaba en condiciones de estudiar sus implicaciones, y esto es lo que hace en las últimas páginas del libro -la relación entre las partes de la psique y las dos clases de pulsiones, y las relaciones que esas partes mantienen entre sí, con especial referencia al sentimiento de culpa- Muchas de estas cuestiones (sobre todo la última) darían tema a otros escritos que se sucedieron rápidamente. Véase, por ejemplo, «El problema económico del masoquismo» (1924c), «El sepultamiento del complejo de Edipo» (1924d), los dos trabajos sobre neurosis y psicosis (1924b y 1924e) y «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos» (1925j) -todos los cuales integran el presente volumen-, así como la obra, más importante aún, Inhibición, síntoma y angustia (1926d), publicada muy poco después. 

Finalmente, un prolongado examen posterior del superyó, junto con interesantes consideraciones acerca del uso apropiado de expresiones como «superyó», «conciencia moral», «sentimiento de culpa», «necesidad de castigo» y «arrepentimiento», se incluye en los capítulos VII y VIII de El malestar en la cultura ( 1930a).

James Strachey

Prólogo

Las siguientes elucidaciones retoman ilaciones de pensamiento iniciadas en mi escrito Más allá del principio de placer (1920g), y frente a las cuales mi actitud personal fue, como ahí se consigna, la de una cierta curiosidad benévola. Recogen, pues, esos pensamientos, los enlazan con diversos hechos de la observación analítica, procuran deducir nuevas conclusiones de esta reunión, pero no toman nuevos préstamos de la biología y por eso se sitúan más próximas al psicoanálisis que aquella obra. Tienen el carácter de una síntesis más que de una especulación, y parecen haberse impuesto una elevada meta. Yo sé, empero, que se detienen en lo más grueso, y admito enteramente esta limitación.
Además, se refieren a cosas que hasta ahora no han sido tema de la elaboración psicoanalítica, y no pueden dejar de convocar muchas teorías que tanto no analistas como ex analistas adujeron para apartarse del análisis. Siempre estuve dispuesto a reconocer mis deudas hacia otros trabajadores, pero en este caso me siento liberado de esa obligación. Si el psicoanálisis no apreció hasta el presente ciertas cosas, no se debió a que desconociera sus efectos o pretendiera desmentir su importancia. Fue porque seguía un determinado camino, por el cual no había avanzado lo suficiente. Y finalmente, cuando pasa a hacerlo, esas mismas cosas se le presentan diversas que a los otros.

Conciencia e inconciente

En esta sección introductoria no hay nada nuevo que decir, y es imposible evitar la repetición de lo ya dicho muchas veces.

La diferenciación de lo psíquico en conciente e inconciente es la premisa básica del psicoanálisis, y la única que le da la posibilidad de comprender, de subordinar a la ciencia, los tan frecuentes como importantes procesos patológicos de la vida anímica. Digámoslo otra vez, de diverso modo: El psicoanálisis no puede situar en la conciencia la esencia de lo psíquico, sino que se ve obligado a considerar la conciencia como una cualidad de lo psíquico que puede añadirse a otras cualidades o faltar.
Si me estuviera permitido creer que todos los interesados en la psicología leerán este escrito, esperaría que ya en este punto una parte de los lectores suspendiera la lectura y no quisiera proseguirla, pues aquí está el primer shibbólet (nota:   {Alude a jueces, 12:5-6; los galaaditas distinguían a sus enemigos, los efraimitas, porque estos no podían pronunciar «shibbólet»; decían «sibbólet».} ) del psicoanálisis. Para la mayoría de las personas de formación filosófica, la idea de algo psíquico que no sea también conciente es tan inconcebible que les parece absurda y desechable por mera aplicación de la lógica. Creo que esto se debe únicamente a que nunca han estudiado los pertinentes fenómenos de la hipnosis y del sueño, que -y prescindiendo por entero de lo patológico- imponen por fuerza esa concepción. Y bien; su psicología de la conciencia es incapaz, por cierto, de solucionar los problemas del sueño N, de la hipnosis.

«Ser conciente» (nota:    «Bewusst sein» (dos palabras separadas) en el original. Así aparece también en ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926e), AE, 20, pág. 184. La palabra alemana para «conciencia» es «Bewusstsein»; al separarla en dos se quiere destacar que «bewusst» tiene la forma de un participio pasivo; el sentido sería «ser hecho conciente», «ser concientizado». Véase la nota al pie al final de mi «Nota introductoria» a «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, pág. 159. ) es, en primer lugar, una expresión puramente descriptiva, que invoca la percepción más inmediata y segura. 
En segundo lugar, la experiencia muestra que un elemento psíquico, por ejemplo una representación, no suele ser conciente de manera duradera. Lo característico, más bien, es que el estado de la conciencia pase con rapidez; la representación ahora conciente no lo es más en el momento que sigue, sólo que puede volver a serlo bajo ciertas condiciones que se producen con facilidad. Entretanto, ella era ... no sabemos qué; podemos decir que estuvo latente, y por tal entendemos que en todo momento fue susceptible de conciencia. También damos una descripción correcta si decimos que ha sido inconciente. Eso «inconciente» coincide, entonces, con « latente susceptible de conciencia». Los filósofos nos objetarán, sin duda: «No, el término "inconciente" es enteramente inaplicable aquí; la representación no era nada psíquico mientras se encontraba en el estado de latencia». Si ya en este lugar los contradijésemos, caeríamos en una disputa verbal con la que no ganaríamos nada.

Ahora bien, hemos llegado al término o concepto de lo inconciente por otro camino: por procesamiento de experiencias en las que desempeña un papel la dinámica anímica. Tenemos averiguado (vale decir: nos vimos obligados a suponer) que existen procesos anímicos o representaciones muy intensos -aquí entra en cuenta por primera vez un factor cuantitativo y, por tanto, económico- que, como cualesquiera otras representaciones, pueden tener plenas consecuencias para la vida anímica (incluso consecuencias que a su vez pueden devenir concientes en calidad de representaciones), sólo que ellos mismos no devienen concientes. No es necesario repetir aquí con prolijidad lo que tantas veces se ha expuesto. (ver nota: Por ejemplo, en «Nota sobre el concepto de lo inconciente en psicoanálisis» (1912g), AE, 12, págs. 273-6. ) Bástenos con que en este punto intervenga la teoría psicoanalítica y asevere que tales representaciones no pueden ser concientes porque cierta fuerza se resiste a ello, que si así no fuese podrían devenir concientes, y entonces se vería cuán poco se diferencian de otros elementos psíquicos reconocidos. Esta teoría se vuelve irrefutable porque en la técnica psicoanalítica se han hallado medios con cuyo auxilio es posible cancelar la fuerza contrarrestante y hacer concientes las representaciones en cuestión. Llamamos represión (esfuerzo de desalojo} al estado en que ellas se encontraban antes de que se las hiciera concientes, y aseveramos que en el curso del trabajo psicoanalítico sentimos como resistencia la fuerza que produjo y mantuvo a la represión."Entonces, una representación inconciente es una de la que nosotros no nos percatamos, a pesar de lo cual estamos dispuestos a admitir su existencia sobre la base de otros indicios y pruebas. (...)  A falta de una expresión mejor y menos ambigua, damos el nombre de «el inconciente» al sistema que se da a conocer por el signo distintivo de ser inconcientes los procesos singulares que lo componen. Para designar este sistema propongo las letras ICC {Ubw}, abreviatura de la palabra «inconciente» {«Unbewusst»} " S. Freud. Nota sobre el concepto de... vol. 12. amorrortu


Por lo tanto, es de la doctrina de la represión de donde extraemos nuestro concepto de lo inconciente. Lo reprimido es para nosotros el modelo de lo inconciente. Vemos, pues, que tenemos dos clases de inconcientelo latente, aunque susceptible de conciencia, y lo reprimido, que en sí y sin más es insusceptible de conciencia. Esta visión nuestra de la dinámica psíquica no puede dejar de influir en materia de terminología y descripción. Llamamos preconciente a lo latente, que es inconciente sólo descriptivamente, no en el sentido dinámico, y limitamos el nombre inconciente a lo reprimido inconciente dinámicamente, de modo que ahora tenemos tres términos: conciente (cc), preconciente (prcc) e inconciente (icc), cuyo sentido ya no es puramente descriptivo. El Prcc, suponemos, está mucho más cerca de la Cc que el Icc, y puesto que hemos llamado «psíquico» al ICC, vacilaremos todavía menos en hacer lo propio con el Prcc latente. Ahora bien, ¿por qué no preferimos quedar de acuerdo con los filósofos y, consecuentemente, separar tanto el Prcc como el Icc de lo psíquico conciente? Si tal hiciéramos, los filósofos nos propondrían describir el Prcc y el Icc como dos clases o grados de lo psicoide, y así se restablecería la avenencia. Pero de ello se seguirían infinitas dificultades en la exposición, y el único hecho importante -a saber, que esos estados psicoides concuerdan en casi todos los demás puntos con lo psíquico reconocido- quedaría relegado en aras de un prejuicio, que por añadidura proviene del tiempo en que no se tenía noticia de esos estados psicoides o, al menos, de lo más sustantivo de ellos.

Y bien; podemos manejarnos cómodamente con nuestros tres términos, cc, prcc e icc, con tal que no olvidemos que en el sentido descriptivo hay dos clases de inconcientepero en el dinámico sólo una. (ver nota: Este enunciado se discute en el «Apéndice A») Para muchos fines expositivos este distingo puede desdeñarse, aunque, desde luego, es indispensable para otros. Comoquiera que fuese, nos hemos habituado bastante a esta ambigüedad de lo inconciente, y hemos salido airosos con ella. Hasta donde yo puedo ver, es imposible evitarla; el distingo entre conciente e inconciente es en definitiva un asunto de la percepción, y se lo ha de responder por sí o por no; el acto mismo de la percepción no nos anoticia de la razón por la cual algo es percibido o no lo es. No es lícito lamentarse de que lo dinámico sólo encuentre una expresión ambigua en la manifestación fenoménica. (ver nota: Para este punto, véase mi «Nota sobre el concepto de lo inconciente en psicoanálisis» (1912g). [Véanse también las secciones 1 y II de «Lo inconciente» (1915e).] En este lugar merece considerarse un nuevo giro adoptado por la crítica a lo inconciente. Muchos investigadores que no se cierran al reconocimiento de los hechos psicoanalíticos, pero no quieren aceptar lo inconciente, se procuran un expediente con ayuda del hecho indiscutible de que también la conciencia -como fenómeno- presenta una gran serie de gradaciones en el orden de la intensidad o la nitidez. Así como hay procesos que son concientes de manera muy vívida, deslumbrante, palpable, también vivenciamos otros que lo son sólo de manera débil, apenas notables; y -se sostiene- esos que son concientes con la máxima debilidad serían justamente aquellos para los cuales el psicoanálisis quiere emplear la inadecuada palabra «inconciente». Empero -prosigue este argumento-, también son concientes o están «en la conciencia», y pueden hacerse concientes plena e intensamente si se les presta la atención requerida.

Hasta donde es posible influir mediante argumentos en la decisión que se adopte frente a un problema como este, que depende de la convención o de factores afectivos, puede puntualizarse lo que sigue. La referencia a una escala de nitidez de la condición de conciente no tiene nada de concluyente ni posee mayor fuerza probatoria que otros enunciados análogos, verbigracia: «Hay tantas gradaciones de iluminación desde la luz deslumbrante, enceguecedora, hasta la penumbra mortecina, que puede inferirse que no existe la oscuridad». O bien: «Hay diversos grados de vitalidad; por lo tanto, no existe la muerte». Estos enunciados pueden poseer sentido en cierta manera, pero ha de desestimárselos en la práctica, como se advierte si quieren deducirse de ellos determinadas consecuencias, verbigracia: «Entonces, no hace falta encender ninguna luz», o «Por consiguiente, todos los organismos son inmortales». Además, subsumiendo lo no notable dentro de lo conciente no se consigue más que arruinar la única certeza inmediata que existe en lo psíquico. Una conciencia de la que uno nada sabe me parece, en efecto, un absurdo mucho mayor que algo anímico inconciente. Por último, es evidente que semejante igualación de lo inadvertido con lo inconciente se ha intentado sin considerar las constelaciones dinámicas que fueron decisivas para la concepción psicoanalítica. En efecto, se descuidan dos hechos; el primero, que resulta muy difícil, requiere gran empeño, aportar la necesaria atención a algo inadvertido de esa índole, y el segundo, que cuando se lo consigue, lo antes inadvertido no es reconocido ahora por la conciencia, sino que hartas veces le parece por completo ajeno y opuesto a ella, y lo desconoce rotundamente. Por tanto, referir lo inconciente a lo poco notado y a lo no notado es un retoño del prejuicio que decreta para siempre la identidad de lo psíquico con lo conciente.
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Ahora bien, en el curso ulterior del trabajo psicoanalítico se evidencia que estos distingos no bastan, son insuficientes en la práctica. Entre las situaciones que lo muestran, destaquemos, como la más significativa, la siguiente. Nos hemos formado la representación de una organización coherente de los procesos anímicos en una persona, y la llamamos su yo. De este yo depende la conciencia; él gobierna los accesos a la motilidad, vale decir: a la descarga de las excitaciones en el mundo exterior; es aquella instancia anímica que ejerce un control sobre todos sus procesos parciales, y que por la noche se va a dormir, a pesar de lo cual aplica la censura onírica. De este yo parten también las represiones, a raíz de las cuales ciertas aspiraciones anímicas deben excluirse no sólo de la conciencia, sino de las otras modalidades de vigencia y de quehacer. Ahora bien, en el análisis, eso hecho a un lado por la represión se contrapone al yo, y se plantea la tarea de cancelar las resistencias que el yo exterioriza a ocuparse de lo reprimido. Entonces hacemos en el análisis esta observación: el enfermo experimenta dificultades cuando le planteamos ciertas tareas; sus asociaciones fallan cuando debieran aproximarse a lo reprimido. En tal caso le decimos que se encuentra bajo el imperio de una resistencia, pero él no sabe nada de eso, y aun si por sus sentimientos de displacer debiera colegir que actúa en él una resistencia, no sabe nombrarla ni indicarla, Y puesto que esa resistencia seguramente parte de su yo y es resorte de este, enfrentamos una situación imprevista. Hemos hallado en el yo mismo algo que es también inconciente, que se comporta exactamente como lo reprimido, vale decir, exterioriza efectos intensos sin devenir a su vez conciente, y se necesita de un trabajo particular para hacerlo conciente. He aquí la consecuencia que esto tiene para la práctica analítica: caeríamos en infinitas imprecisiones y dificultades si pretendiéramos atenernos a nuestro modo de expresión habitual y, por ejemplo, recondujéramos la neurosis a un conflicto entre lo conciente y lo inconciente. Nuestra intelección de las constelaciones estructurales de la vida anímica nos obliga a sustituir esa oposición por otra: la oposición entre el yo coherente y lo reprimido escindido de él. (ver nota:Más allá del principio de placer (1920g). AE, 18, pág. 19 )

Pero más sustantivas aún son las consecuencias para nuestra concepción de lo inconciente. La consideración dinámica nos aportó la primera enmienda; la intelección estructural trae la segunda. Discernimos que lo Icc no coincide con lo reprimido; sigue siendo correcto que todo reprimido es icc, pero no todo Icc es, por serlo, reprimido. También una parte del yo, Dios sabe cuán importante, puede ser icc, es seguramente icc. (ver nota: Esto ya había sido sostenido no sólo en Más allá del principio de placer (loc. cit.) sino, antes todavía, en «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, págs. 189-90. En verdad, estaba ya implícito en una observación contenida en el segundo trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1896b), AE, 3, pág. 170.) Y esto Icc del yo no es latente en el sentido de lo Prcc, pues sí así fuera no podría ser activado sin devenir cc, y el hacerlo conciente no depararía dificultades tan grandes. Puesto que nos vemos así constreñidos a estatuir un tercer Icc, no reprimido, debemos admitir que el carácter de la inconciencia {Unbewusstsein} pierde sígnificatividad para nosotros. Pasa a ser una cualidad multívoca que no permite las amplias y excluyentes conclusiones a que habríamos querido aplicarla. Empero, guardémonos de desdeñarla, pues la propiedad de ser o no conciente es en definitiva la única antorcha en la oscuridad de la psicología de las profundidades.

El yo y el ello

La investigación patológica ha dirigido nuestro interés demasiado exclusivamente a lo reprimido. Desde que sabemos que también el yo puede ser inconciente en el sentido genuino, querríamos averiguar más acerca de él. Hasta ahora, en el curso de nuestras investigaciones, el único punto de apoyo que tuvimos fue el signo distintivo de la conciencia o la inconciencia; últimamente hemos visto cuán multívoco puede ser.

No obstante, todo nuestro saber está ligado siempre a la concienciaAun de lo Icc sólo podemos tomar noticia haciéndolo conciente. Pero, un momento: ¿Cómo es posible eso? ¿Qué quiere decir «hacer conciente algo»? ¿Cómo puede ocurrir?

Ya sabemos desde dónde hemos devanado la respuesta. Tenemos dicho que la conciencia es la superficie del aparato anímico, vale decir, la hemos adscrito, en calidad de función, a un sistema que espacialmente es el primero contando desde el mundo exterior. Y «espacialmente», por lo demás, no sólo en el sentido de la función, sino esta vez también en el de la disección anatómica. (ver nota: Véase, al respecto, Más allá del principio de placer (1920g) [AE, 18, pag. 26) También nuestro investigador tendrá que tomar como punto de partida esta superficie percipiente.

Por lo pronto, son cc todas las percepciones que nos vienen de afuera (percepciones sensoriales); y, de adentro, lo que llamamos sensaciones y sentimientos. Ahora bien, ¿qué ocurre con aquellos otros procesos que acaso podemos reunir -de modo tosco e inexacto- bajo el título de «procesos de pensamiento»? ¿Son ellos los que, consumándose en algún lugar del interior del aparato como desplazamientos de energía anímica en el camino hacia la acción, advienen a la superficie que hace nacer la conciencia, o es la conciencia la que va hacia ellos? Repararnos en que esta es una de las dificultades que se presentan si uno quiere tomar en serio la representación espacial, tópica, del acontecer anímico. Ambas posibilidades son inimaginables por igual; una tercera tendría que ser la correcta. (ver nota: Un examen más extenso de esto se halla en «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, págs. 169-71.)

Ya en otro lugar (nota: «Lo inconciente») adopté el supuesto de que la diferencia efectiva entre una representación (un pensamiento) icc y una prcc consiste en que la primera se consuma en algún material que permanece no conocido, mientras que en el caso de la segunda (la prcc) se añade la conexión con representaciones-palabra. He ahí el primer intento de indicar, para los dos sistemas Prcc e Icc, signos distintivos diversos que la referencia a la conciencia. Por tanto, la pregunta «¿Cómo algo deviene conciente?» se formularía más adecuadamente así: «¿Cómo algo deviene preconciente?». Y la respuesta sería: «Por conexión con las correspondientes representaciones-palabra».

Estas representaciones-palabra son restos mnémicosuna vez fueron percepciones y, como todos los restos mnémicos, pueden devenir de nuevo concientes. Antes de adentrarnos en el tratamiento de su naturaleza, nos parece vislumbrar una nueva intelección: sólo puede devenir conciente lo que ya una vez fue percepción cc; y, exceptuados los sentimientos, lo que desde adentro quiere devenir conciente tiene que intentar trasponerse en percepciones exterioresEsto se vuelve posible por medio de las huellas mnémicas.

Concebimos los restos mnémicos como contenidos en sistemas inmediatamente contiguos al sistema P-Cc, por lo cual sus investiduras fácilmente pueden trasmitirse hacia adelante, viniendo desde adentro, a los elementos de este último sistema. (ver nota: Cf. La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 531) En el acto nos vienen a la memoria aquí la alucinación y el hecho de que el recuerdo, aun el más vívido, se diferencia siempre de la alucinación, así como de la percepción externa. (ver nota:Opinión ya expresada por Breuer en su contribución teórica a Estudios sobre la histeria (Breuer y Freud, 1895), AE, 2, pág. 200. ) Sólo que con igual rapidez caemos en la cuenta de que en caso de reanimación de un recuerdo la investidura se conserva en el sistema mnémico, mientras que la alucinación (que no es diferenciable de la percepción) quizá nace cuando la investidura no sólo desborda desde la huella mnémica sobre el elemento P, sino que se traspasa enteramente a este.

Los restos de palabra (nota:  Freud había llegado a esta conclusión en su monografía sobre las afasias (1891b) basándose en hallazgos clínicos; cf. Estudios sobre la histeria, AE, 2, págs. 111-4. Un diagrama ilustrativo acerca de este problema, tomado de dicha monografía, se reproduce en el «Apéndice C» a «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, pág. 212. provienen, en lo esencial, de percepciones acústicas, a través de lo cual es dado un particular origen sensorial, por así decir, para el sistema Prec. En un primer abordaje pueden desdeñarse los componentes visuales de la representación palabra por ser secundarios, adquiridos mediante la lectura, y lo mismo las imágenes motrices de palabra, que, salvo en el caso de los sordomudos, desempeñan el papel de signos de apoyo. La palabra es entonces, propiamente, el resto mnémico de la palabra oída.

Pero no se nos ocurra, acaso en aras de la simplificación, olvidar la significatividad de los restos mnémicos ópticos -de las cosas del mundo-, ni desmentir que es posible, y aun en muchas personas parece privilegiado, un devenir-concientes los procesos de pensamiento por retroceso a los restos visuales. El estudio de los sueños, y el de las fantasías inconcientes según las observaciones de J. Varendonck (nota: [Cf. Varendonck (1921), obra para la cual Freud escribió una introducción (1921b).] ), pueden proporcionarnos una imagen de la especificidad de este pensar visual. Se averigua que en tales casos casi siempre es el material concreto {konkret} de lo pensado el que deviene conciente, pero, en cambio, no puede darse expresión visual a las relaciones que distinguen particularmente a lo pensado. Por tanto, el pensar en imágenes es sólo un muy imperfecto devenir-conciente. Además, de algún modo está más próximo a los procesos inconcientes que el pensar en palabras, y sin duda alguna es más antiguo que este, tanto ontogenética cuanto filogenéticamente.

Volvamos ahora a nuestra argumentación. Si tal es el camino por el cual algo en sí inconciente deviene preconciente, la pregunta por el modo en que podemos hacer (pre)conciente algo reprimido {esforzado al desalojo} ha de responderse: restableciendo, mediante el trabajo analítico, aquellos eslabones intermedios prcc. Por consiguiente, la conciencia permanece en su lugar, pero tampoco el Icc ha trepado, por así decir, hasta la Cc.

Mientras que el vínculo de la percepción externa con el yo es totalmente evidente, el de la percepción interna con el yo reclama una indagación especial. Hace emerger, otra vez, la duda: ¿Estamos justificados en referir toda conciencia a un único sistema superficial, el sistema P-Cc?

La percepción interna proporciona sensaciones de procesos que vienen de los estratos más diversos, y por cierto también de los más profundos, del aparato anímico. Son mal conocidos, aunque podemos considerar como su mejor paradigma a los de laserie placer-displacer. Son más originarios, más elementales, que los provenientes de afuera, y pueden salir a la luz aun en estados de conciencia turbada. En otro lugar (nota:  Más allá del principio de placer (1926g), AE, 18, págs. 28-9.)  me he pronunciado acerca de su mayor valencia (Bedeutung; su «prevalencia»} económica, y del fundamento metapsicológico de esto último. Estas sensaciones son multiloculares {de lugar múltiple}, como las percepciones externas; pueden venir simultáneamente de diversos lugares y, por eso, tener cualidades diferentes y hasta contrapuestas.

Las sensaciones de carácter placentero no tienen en sí nada esforzante, a diferencia de las sensaciones de displacer, que son esforzantes en alto grado: esfuerzan a la alteración, a la descarga, y por eso referimos el displacer a una elevación, y el placer a una disminución, de la investidura energética. Si a lo que deviene conciente como placer y displacer lo llamamos un otro cuantitativo-cualitativo en el decurso anímico, nos surge esta pregunta: ¿Un otro de esta índole puede devenir conciente en su sitio y lugar, o tiene que ser conducido hacia adelante, hasta el sistema P?

La experiencia clínica zanja la cuestión en favor de lo segundo. Muestra que eso otro se comporta como una moción reprimida.Puede desplegar fuerzas pulsionantes sin que el yo note la compulsión. Sólo una resistencia a la compulsión, un retardo de la reacción de descarga, hace conciente enseguida a eso otro. Así como las tensiones provocadas por la urgencia de la necesidad, también puede permanecer inconciente el dolor, esa cosa intermedia entre una percepción externa y una interna, que se comporta como una percepción interior aun cuando provenga del mundo exterior. Por lo tanto, seguimos teniendo justificación para afirmar que también sensaciones y sentimientos sólo devienen concientes sí alcanzan al sistema P; si les es bloqueada su conducción hacia adelante, no afloran como sensaciones, a pesar de que permanece idéntico eso otro que les corresponde en el decurso de la excitación. Así pues, de manera abreviada, no del todo correcta, hablamos de sensaciones inconcientes: mantenemos de ese modo la analogía, no del todo justificada, con « representaciones inconcientes»La diferencia es, en efecto, que para traer a la Cc la representación icc es preciso procurarle eslabones de conexión, lo cual no tiene lugar para las sensaciones, que se trasmiten directamente hacia adelante. Con otras palabras: La diferencia entre Cc y Prcc carece de sentido para las sensaciones; aquí falta lo Prcc, las sensaciones son o bien concientes o bien inconcientes. Y aun cuando se liguen a representaciones-palabra, no deben a estas su devenir-concientes, sino que devienen tales de manera directa. (ver nota: Cf. «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, págs. 173-4. )

El papel de las representaciones-palabra se vuelve ahora enteramente claro. Por su mediación, los procesos internos de pensamiento son convertidos en percepciones. Es como si hubiera quedado evidenciada la proposición: «Todo saber proviene de la percepción externa». A raíz de una sobreinvestidura del pensar, los pensamientos devienen percibidos real y efectivamente {wirklich} -como de afuera-, y por eso se los tiene por verdaderos. (ver nota:  {Juego de significaciones entre «wahrnehmen», «percibir», y «für wahr halten», «tener por verdadero o por cierto».})

Tras esta aclaración de los vínculos entre percepción externa e interna, por un lado, y el sistema-superfície P-Cc, podemos pasar a edificar nuestra representación del yoLo vemos partir del sistema P, como de su núcleo, y abrazar primero al Prcc, que se apuntala en los restos mnémicos. Empero, como lo tenemos averiguado, el yo es, además, inconciente.

Ahora, creo, nos deparará una gran ventaja seguir la sugerencia de un autor, quien, por motivos personales, en vano protesta que no tiene nada que ver con la ciencia estricta, la ciencia elevada. Me refiero a Georg Groddeck, quien insiste, una y otra vez, en que lo que llamamos nuestro «yo» se comporta en la vida de manera esencialmente pasiva, y -según su expresión- somos «vividos» por poderes ignotos {unbekannt}, ingobernables. (ver nota: Groddeck (1923).) Todos hemos recibido {engendrado} esas mismas impresiones, aunque no nos hayan avasallado hasta el punto de excluir todas las otras, y no nos arredrará indicarle a la intelección de Groddeck su lugar en la ensambladura de la ciencia. Propongo dar razón de ella llamando «yo» a la esencia que parte del sistema P y que es primero prcc, y «ello» (nota: Cf. mi «Introducción», El propio Groddeck sigue sin duda el ejemplo de Nietzsche, quien usa habitualmente esta expresión gramatical para lo que es impersonal y responde, por así decir, a una necesidad de la naturaleza, de nuestro ser.), en cambio, según el uso de Grodeleck, a lo otro psíquico en que aquel se continúa y que se comporta como icc.

Enseguida veremos si esta concepción nos procurará beneficios en la descripción y la comprensión. Un individuo {Individuum} es ahora para nosotros un ello psíquicono conocido {no discernido} e inconciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo, desarrollado desde el sistema P como si fuera su núcleo. Si tratamos de obtener una figuración gráfica, agregaremos que el yo no envuelve al ello por completo, sino sólo en la extensión en que el sistema P forma su superficie [la superficie del yo], como el disco germinal se asienta sobre el huevo, por así decir. El yo no está separado tajantemente del ello:confluye hacia abajo con el ello.
Pero también lo reprimido confluye con el ello, no es más que una parte del ello. Lo reprimido sólo es segregado tajantemente del yo por las resistencias de represión, pero puede comunicar con el yo a través del ello. De pronto caemos en la cuenta: casi todas las separaciones que hasta ahora hemos descrito a incitación de la patología se refieren sólo a los estratos de superficie -los únicos que nos son notorios [familiares]- del aparato anímico. Podríamos esbozar un dibujo de estas constelaciones (nota:[Compárese este diagrama con el que se encuentra hacia el final de la 31º de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, pág. 73, levemente distinto. El diagrama, por entero diverso, que aparece en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 534, así como su antecesor incluido en la carta a Fliess del 6 de diciembre de 1896 (Freud, 1950a, Carta 52), AE, 1, pág. 275, están referidos tanto a la función como a la estructura.]), dibujo cuyos contornos, por otra parte, sirven sólo a la figuración y no están destinados a reclamar una interpretación particular. Tal vez agregaremos que el yo lleva un «casquete auditivo» (nota: «Hörkappe», o sea, la placa auditiva.) y, según el testimonio de la anatomía del cerebro, lo lleva sólo de un lado. Se le asienta trasversalmente, digamos.

Es fácil inteligir que el yo es la parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior, con mediación de P-Cc: por así decir, es una continuación de la diferenciación de superficies. Además, se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior, así como sus propósitos propios; se afana por remplazar el principio de placer, que rige irrestrictamente en el ello, por el principio de realidad. Para el yo, la percepción cumple el papel que en el ello corresponde a la pulsión. El yo es el representante {repräsentieren} de lo que puede llamarse razón y prudencia, por oposición al ello, que contiene las pasiones. Todo esto coincide con notorios distingos populares, pero sólo se lo ha de entender como algo aproximativa o idealmente correcto.
La importancia funcional del yo se expresa en el hecho de que normalmente le es asignado el gobierno sobre los accesos a la motilidad. Así, con relación al ello, se parece al jinete que debe enfrenar la fuerza superior del caballo, con la diferencia de que el jinete lo intenta con sus propias fuerzas, mientras que el yo lo hace con fuerzas prestadas. Este símil se extiende un poco más. Así como al jinete, si quiere permanecer sobre el caballo, a menudo no le queda otro remedio que conducirlo adonde este quiere ir, también el yo suele trasponer en acción la voluntad del ello como si fuera la suya propia. (ver nota: [En La interpretación de los sueños (1900a), AE , 4, pág. 243, Freud mencionó este símil entre sus asociaciones libres relacionadas con uno de sus sueños.] )

Además del influjo del sistema P, otro factor parece ejercer una acción eficaz sobre la génesis del yo y su separación del ello. El cuerpo propio y sobre todo su superficie es un sitio del que pueden partir simultáneamente percepciones internas y externas. Es visto como un objeto otro, pero proporciona al tacto dos clases de sensaciones, una de las cuales puede equivaler a una percepción interna. La psicofisiología ha dilucidado suficientemente la manera en que el cuerpo propio cobra perfil y resalto desde el mundo de la percepción. También el dolor parece desempeñar un papel en esto, y el modo en que a raíz de enfermedades dolorosas uno adquiere nueva noticia de sus órganos es quizás arquetípico del modo en que uno llega en general a la representación de su cuerpo propio.

El yo es sobre todo una esencia-cuerpo; no es sólo una esencia-superficie, sino, él mismo, la proyección de una superficie. (ver nota:  [O sea que el yo deriva en última instancia de sensaciones corporales, principalmente las que parten de la superficie del cuerpo. Cabe considerarlo, entonces, como la proyección psíquica de la superficie del cuerpo, además de representar, como se ha visto antes, la superficie del aparato psíquico. - Esta nota al pie apareció por primera vez en la traducción inglesa de 1927 (Londres: The Hogarth Press, trad. por Joan Riviere), donde se afirmaba que Freud había aprobado su inclusión. No figura en las ediciones alemanas posteriores, ni se ha conservado el manuscrito original.]) Si uno le busca una analogía anatómica, lo mejor es identificarlo con el «homúnculo del encéfalo» de los anatomistas, que está cabeza abajo en la corteza cerebral, extiende hacia arriba los talones, mira hacia atrás y, según es bien sabido, tiene a la izquierda la zona del lenguaje.

El nexo del yo con la conciencia ha sido examinado repetidas veces, no obstante lo cual es preciso describir aquí de nuevo algunos hechos importantes. Habituados como estamos a aplicar por doquier el punto de vista de una valoración social o ética, no nos sorprende escuchar que el pulsionar de las pasiones inferiores tiene curso en lo inconciente, pero esperamos que las funciones anímicas encuentren un acceso tanto más seguro y fácil a la conciencia cuanto más alto se sitúen dentro de esa escala de valoración. Ahora bien, la experiencia psicoanalítica nos desengaña en este punto. Por una parte, tenemos pruebas de que hasta un trabajo intelectual sutil y difícil, como el que suele exigir una empeñosa reflexión, puede realizarse también preconcientemente, sin alcanzar la conciencia. Estos casos son indubitables; se producen, por ejemplo, en el estado del dormir, y se exteriorizan en el hecho de que una persona, inmediatamente tras el despertar, sabe la solución de un difícil problema matemático o de otra índole que en vano se afanaba por resolver el día anterior. (ver nota: Hace poco se me comunicó un caso así, y por cierto como crítica a mi descripción del «trabajo del sueño». [Cf. La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 88, y 5, pág. 556,)

Más sorprendente, empero, es otra experiencia. Aprendemos en nuestros análisis que hay personas en quienes la autocrítica y la conciencia moral, vale decir, operaciones anímicas situadas en lo más alto de aquella escala de valoración, son inconcientes y, como tales, exteriorizan los efectos más importantes; por lo tanto, el permanecer-inconcientes las resistencias en el análisis no es, en modo alguno, la única situación de esta clase. Ahora bien, la experiencia nueva que nos fuerza, pese a nuestra mejor intelección crítica, a hablar de un sentimiento inconciente de culpa (nota: La frase había aparecido en «Acciones obsesivas y Prácticas religiosas» (1907b), AE, 9, pág. 106, aunque la idea ya había sido prefigurada mucho antes, en el primer trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1894a), AE, 3, pág. 56. ),  nos despista mucho más y nos plantea nuevos enigmas, en particular a medida que vamos coligiendo que un sentimiento inconciente de culpa de esa clase desempeña un papel económico decisivo en gran número de neurosis y levanta los más poderosos obstáculos en el camino de la curación. Si queremos volver a adoptar el punto de vista de nuestra escala de valores, tendríamos que decir: No sólo lo más profundo, también lo más alto en el yo puede ser inconciente. Es como si de este modo nos fuera demostrado {demonstriert} lo que antes dijimos del yo conciente, a saber, que es sobre todo un yo-cuerpo.

El yo y el superyó (Ideal del yo)

Si el yo fuera sólo la parte del ello modificada por el influjo del sistema percepción, el subrogado del mundo exterior real en lo anímico, estaríamos frente a un estado de cosas simple. Pero se agrega algo más.

En otros textos se expusieron los motivos que nos movieron a suponer la existencia de un grado {Stufe; también, «estadio»} en el interior del yo, una diferenciación dentro de él, que ha de llamarse ideal-yo (nota: {Traducimos «Ichideal» por «ideal del yo», e «Ideal-Ich» por «yo ideal»; aquí aparece la forma «Ich-Ideal», poco frecuente.}) o superyó (nota: Véase «Introducción del narcisismo» (1914c) y Psicología de las masas y análisis del yo (1921c).). Ellos conservan su vigencia. (ver nota: Sólo que parece erróneo, y exige ser corregido, el que yo haya atribuido a ese superyó la función del examen de realidad. Cf. Psicología de las masas (1921c), AE, 18, pág. 108 y n. 6, y mi «Nota introductoria» a «Complemento metapsicológico a la doctrina de 106 sueños» (1917d), AE, 14, pág. 219. Armonizaría por entero con los vínculos que el yo mantiene con el mundo de la percepción el hecho de que el examen de realidad quedara a su cargo. - También manifestaciones anteriores, bastante imprecisas, referidas a un «núcleo del yo» requieren enmienda en este punto: sólo puede reconocerse como núcleo del yo al sistema P-Cc. [En Más allá del principio del, placer (1920g), AE, 18, pág. 19, Freud se había referido a la parte inconciente del yo como a su núcleo; y en su posterior monografía sobre «El humor» (1927d), AE, 21, pág. 160, menciona al superyó como el núcleo del yo.]) Que esta pieza del yo mantiene un vínculo menos firme con la conciencia, he ahí la novedad que pide aclaración.

Aquí tenemos que abarcar un terreno algo más amplio. Habíamos logrado esclarecer el sufrimiento doloroso de la melancolíamediante el supuesto de que un objeto perdido se vuelve a erigir en el yo, vale decir, una investidura de objeto es relevada por una identificación. (ver nota: «Duelo y melancolía» (1917e). AE, 14, pág, 246// agregado nuestro: y también en más allá del pp) En aquel momento, empero, no conocíamos toda la significatividad de este proceso y no sabíamos ni cuán frecuente ni cuán típico es. Desde entonces hemos comprendido que tal sustitución participa en considerable medida en la conformación del yo, y contribuye esencialmente a producir lo que se denomina su carácter. (ver nota: [Al final del artículo «Carácter y erotismo anal» (Freud, 1908b), AE, 9, pág. 158, ofrezco en una nota al pie ulteriores referencias a otros pasajes en que Freud se ocupa de la formación del carácter.])

Al comienzo de todo, en la fase primitiva oral del individuo, es por completo imposible distinguir entre investidura de objeto e identificación. (ver nota: [Cf. Psicología de las masas (1921c), AE, 18, pág. 99.]) Más tarde, lo único que puede suponerse es que las investiduras de objeto parten del ello, que siente las aspiraciones eróticas como necesidades. El yo, todavía endeble al principio, recibe noticia de las investiduras de objeto, les presta su aquiescencia o busca defenderse de ellas mediante el proceso de la represión. (ver nota: Un interesante paralelo a la sustitución de la elección de objeto por identificación ofrece la creencia de los primitivos de que las propiedades del animal incorporado como alimento se conservan como rasgos de carácter en quien lo come, al igual que las prohibiciones basadas en ella. Según es sabido, esta creencia constituye también una de las bases del canibalismo y se continúa, dentro de la serie de los usos del banquete totémico, hasta la Sagrada Comunión. [Cf. Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, págs. 85, 143-4, 156, etc.] Los efectos que dicha creencia atribuye al apoderamiento oral del objeto valen para la posterior elección sexual de objeto.)

Si un tal objeto sexual es resignado, porque parece que debe serlo o porque no hay otro remedio, no es raro que a cambio sobrevenga la alteración del yo que es preciso describir como erección del objeto en el yo, lo mismo que en la melancolía; todavía no nos resultan familiares las circunstancias de esta sustitución. Quizás el yo, mediante esta introyección que es una suerte de regresión al mecanismo de la fase oral, facilite o posibilite la resignación del objeto. Quizás esta identificación sea en general la condición bajo la cual el ello resigna sus objetos. Como quiera que fuese, es este un proceso muy frecuente, sobre todo en fases tempranas del desarrollo, y, puede dar lugar a esta concepción: el carácter del yo es una sedimentación de las investiduras de objeto resignadascontiene la historia de estas elecciones de objeto. Desde luego, de entrada es preciso atribuir a una escala de la capacidad de resistencia {Resistenz} la medida en que el carácter de una persona adopta estos influjos provenientes de la historia de las elecciones eróticas de objeto o se defiende de ellos. En los rasgos de carácter de mujeres que han tenido muchas experiencias amorosas, uno cree poder pesquisar fácilmente los saldos de sus investiduras de objeto. También cabe considerar una simultaneidad de investidura de objeto e identificación, vale decir, una alteración del carácterantes que el objeto haya sido resignado. En este caso, la alteración del carácter podría sobrevivir al vínculo de objeto, y conservarlo en cierto sentido.

Otro punto de vista enuncia que esta trasposición de una elección erótica de objeto en una alteración del yo es, además, un camino que permite al yo dominar al ello y profundizar sus vínculos con el ello, aunque, por cierto a costa de una gran docilidad hacía sus vivencias. Cuando el yo cobra los rasgos del objeto, por así decir se impone él mismo al ello como objeto de amor, busca repararle su pérdida diciéndole: «Mira, puedes amarme también a mí; soy tan parecido al objeto ... ».

La trasposición así cumplida de libido de objeto en libido narcisista conlleva, manifiestamente, una resignación de las metas sexuales, una desexualización y, por tanto, una suerte de sublimación. Más aún; aquí se plantea una cuestión que merece ser tratada a fondo: ¿No es este el camino universal hacia la sublimación? ¿No se cumplirá toda sublimación por la mediación del yo, que primero muda la libido de objeto en libido narcisista, para después, acaso, ponerle {ksetzen} otra meta? (ver nota:Ahora, luego de la separación entre el yo y el ello, debemos reconocer al ello como el gran reservorio de la libido en el sentido de «Introducción del narcisismo» (1914c). AE, 14, págs. 72-31. La libido que afluye al yo a través de las identificaciones descritas produce su «narcisismo secundario».) Más adelante hemos de ocuparnos de averiguar si esta mudanza no puede tener como consecuencia otros destinos de pulsión: producir, por ejemplo, una desmezcla de las diferentes pulsiones fusionadas entre sí. (ver nota: Freud vuelve al tema de este párrafo. El concepto de mezcla y desmezcla de las pulsiones. Estos términos ya habían sido introducidos en uno de sus «Dos artículos de enciclopedia» (1923a), AE, 18, pág. -253.)

Constituye una digresión respecto de nuestra meta, si bien una digresión inevitable, que fijemos por un momento nuestra atención en las identificaciones-objeto del yo. Si estas predominan, se vuelven demasiado numerosas e hiperintensas, e inconciliables entre sí, amenaza un resultado patológico. Puede sobrevenir una fragmentación del yo si las diversas identificaciones se segregan unas a otras mediante resistencias; y tal vez el secreto de los casos de la llamada personalidad múltiple resida en que las identificaciones singulares atraen hacia sí, alternativamente, la conciencia. Pero aun si no se llega tan lejos, se plantea el tema de los conflictos entre las diferentes identificaciones en que el yo se separa, conflictos que, después de todo, no pueden calificarse enteramente de patológicos.

Ahora bien, comoquiera que se plasme después la resistencia (Resistenz} del carácter frente a los influjos de investiduras de objeto resignadas, los efectos de las primeras identificaciones, las producidas a la edad más temprana, serán universales y duraderos. Esto nos reconduce a la génesis del ideal del yo, pues tras este se esconde la identificación primera, y de mayor valencia, del individuo: la identificación con el padre (nota: Quizá sería más prudente decir «con los progenitores», pues padre y madre no se valoran como diferentes antes de tener noticia cierta sobre la diferencia de los sexos, la falta de pene. En la historia de una joven tuve hace poco oportunidad de saber que, tras notar su propia falta de pene, no había desposeído de este órgano a todas las mujeres, sino sólo a las que juzgaba de inferior valor. En su opinión, su madre lo había conservado. Cf. una nota al pie de «La organización genital infantil» (1923e). En aras de una mayor simplicidad expositiva, sólo trataré la identificación con el padre. de la prehistoria personal. A primera vista, no parece el resultado ni el desenlace de una investidura de objeto: es una identificación directa e inmediata {no mediada}, y más temprana que cualquier investidura de objeto. (ver nota: Psicología de las masas (1921c), AE, 18, pág. 99.) Empero, las elecciones de objeto que corresponden a los primeros períodos sexuales y atañen a padre y madre parecen tener su desenlace, si el ciclo es normal, en una identificación de esa clase, reforzando de ese modo la identificación primaria.

Y bien; estos nexos son tan complejos que requieren ser descritos más a fondo. Dos factores son los culpables de esta complicación: la disposición triangular de la constelación del Edipo, y la bisexualidad constitucional del individuo.

El caso del niño varón, simplificado, se plasma de la siguiente manera. En época tempranísima desarrolla una investidura de objeto hacia la madre, que tiene su punto de arranque en el pecho materno y muestra el ejemplo arquetípico de una elección de objeto según el tipo del apuntalamiento [ anaclítico ] (nota: «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, págs. 84 y sigs.); del padre, el varoncito se apodera por identificación. Ambos vínculos marchan un tiempo uno junto al otro, hasta que por el refuerzo de los deseos sexuales hacia la madre, y por la percepción de que el padre es un obstáculo para estos deseos, nace el complejo de Edipo. (ver nota: Psicología de las masas (1921c)) La identificación-padre cobra ahora una tonalidad hostil, se trueca en el deseo de eliminar al padre para sustituirlo junto a la madre. A partir de ahí, la relación con el padre es ambivalente; parece como si hubiera devenido manifiesta la ambivalencia contenida en la identificación desde el comienzo mismo. La actitud {postura} ambivalente hacia el padre, y la aspiración de objeto exclusivamente tierna hacia la madre, caracterizan, para el varoncito, el contenido del complejo de Edipo simple, positivo.

Con la demolición del complejo de Edipo tiene que ser resignada la investidura de objeto de la madre. Puede tener dos diversos remplazos: o bien una identificación con la madre, o un refuerzo de la identificación-padre. Solemos considerar este último desenlace como el más normal; permite retener en cierta medida el vínculo tierno con la madre. De tal modo, la masculinidad experimentaría una refirmación en el carácter del varón por obra del sepultamiento del complejo de Edipo. (ver nota: Véase el trabajo del mismo título (1924d), donde se examina la cuestión con más detalle.) Análogamente, (ver nota: No mucho tiempo después, Freud abandonó la idea de que en las niñas y los varones el complejo de Edipo tenía análoga resolución. Cf. «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos» (1925j)) la actitud edípica de la niñita puede desembocar en un refuerzo de su identificación-madre (o en el establecimiento de esa identificación), que afirme su carácter femenino.

Estas identificaciones no responden a nuestra expectativa, pues no introducen en el yo al objeto resignado, aunque este desenlace también se produce y es más fácilmente observable en la niña que en el varón. -Muy a menudo averiguamos por el análisis que la niña pequeña, después que se vio obligada a renunciar al padre como objeto de amor, retoma y destaca su masculinidad y se identifica no con la madre, sino con el padre, esto es, con el objeto perdido. Ello depende, manifiestamente, de que sus disposiciones masculinas (no importa en qué consistan estas) posean la intensidad suficiente.

La salida y el desenlace de la situación del Edipo en identificación-padre o identificación-madre parece depender entonces, en ambos sexos, de la intensidad relativa de las dos disposiciones sexuales. Este es uno de los modos en que la bisexualidad interviene en los destinos del complejo de Edipo. El otro es todavía más significativo, a saber: uno tiene la impresión de que el complejo de Edipo simple no es, en modo alguno, el más frecuente, sino que corresponde a una simplificación o esquematización que, por lo demás, a menudo se justifica suficientemente en la práctica. Una indagación más a fondo pone en descubierto, las más de las veces, el complejo de Edipo más completo, que es uno duplicado, positivo y negativo, dependiente de la bisexualidad originaría del niño. Es decir que el varoncito no posee sólo una actitud ambivalente hacia el padre, y una elección tierna de objeto en favor de la madre, sino que se comporta también, simultáneamente, corno una niña: muestra la actitud femenina tierna hacia el padre, y la correspondiente actitud celosa y hostil hacia la madre. Esta injerencia de la bisexualidad es lo que vuelve tan difícil penetrar con la mirada las constelaciones {proporciones} de las elecciones de objeto e identificaciones primitivas, y todavía más difícil describirlas en una sinopsis. Podría ser también que la ambivalencia comprobada en la relación con los padres debiera referirse por entero a la bisexualidad, y no, como antes lo expuse, que se desarrollase por la actitud de rivalidad a partir de la identificación. (ver nota: [La importancia atribuida por Freud' a la bisexualidad tenía larga data. En los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), verbigracia, escribió: «Desde que me he familiarizado con el punto de vista de la bisexualidad, considero [ ... ] que sin tenerla en cuenta difícilmente se llegará a comprender las manifestaciones sexuales del hombre y la mujer» (AE, 7, pág. 201). Pero aun antes, en una carta a Fliess (quien acerca de esto influyó mucho en él) del lº de agosto de 1899, hallamos un pasaje que parece preanunciar el actual: «¡La bisexualidad! Estoy seguro de que sobre eso tú tienes razón. Estoy habituándome a concebir cada acto sexual como un acontecimiento en el que intervienen cuatro individuos» (Freud, 1950a, Carta 113).])

Yo opino que se hará bien en suponer en general, y muy particularmente en el caso de los neuróticos, la existencia del complejo de Edipo completo. En efecto, la experiencia analítica muestra que, en una cantidad de casos, uno u otro de los componentes de aquel desaparece hasta dejar apenas una huella registrable, de suerte que se obtiene una serie en uno de cuyos extremos se sitúa el complejo de Edipo normal, positivo, y en el otro el inverso, negativo, mientras que los eslabones intermedios exhiben la forma completa con participación desigual de ambos componentes. A raíz del sepultamiento del complejo de Edipo, las cuatro aspiraciones contenidas en él se desmontan y desdoblan de tal manera que de ellas surge una identificación-padre y madre; la identificación-padre retendrá el objeto-madre del complejo positivo y, simultáneamente, el objeto-padre del complejo invertido; y lo análogo es válido para la identificación-madre. En la diversa intensidad con que se acuñen sendas identificaciones se espejará la desigualdad de ambas disposiciones sexuales.

Así, como resultado más universal de la fase sexual gobernada por el complejo de Edipo, se puede suponer una sedimentación en el yo, que consiste en el establecimiento de estas dos identificaciones, unificadas de alguna manera entre sí. Esta alteración del yo recibe su posición especial: se enfrenta al otro contenido del yo como ideal del yo o superyó.

Empero, el superyó no es simplemente un residuo de las primeras elecciones, el objeto del ello, sino que tiene también la sígnificatividad {Bedeutung, «valor díreccional»} de una enérgica formación reactiva frente a ellas. Su vínculo con el yo no se agota en la advertencia: «Así (como el padre) debes ser», sino que comprende también la prohibición: «Así (como el padre) no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas».

Esta doble faz del ideal del yo deriva del hecho de que estuvo empeñado en la represión del complejo de Edipo; más aún: debe su génesis, únicamente, a este ímpetu subvirtiente (Umschwung}. No cabe duda de que la represión {esfuerzo de desalojo} del complejo de Edipo no ha sido una tarea fácil. Discerniendo, en los progenitores, en particular en el padre, el obstáculo para la realización de los deseos del Edipo,- el yo infantil se fortaleció para esa operación represiva erigiendo dentro de sí ese mismo obstáculo. En cierta medida toma prestada del padre la fuerza para lograrlo, y este empréstito es un acto extraordinariamente grávido de consecuencias. El superyó conservará el carácter del padre, y cuanto más intenso fue el complejo de Edipo y más rápido se produjo su represión (por el influjo de la autoridad, la doctrina religiosa, la enseñanza, la lectura), tanto más riguroso devendrá después el imperio del superyó como conciencia moral, quizá también como sentimiento inconciente de culpa, sobre el yo. - ¿De dónde extrae la fuerza para este imperio, el carácter compulsivo que se exterioriza como imperativo categórico? Más adelante presentaré una conjetura sobre esto.

Si consideramos una vez más la génesis del superyó tal como la hemos descrito, vemos que este último es el resultado de dos factores biológicos de suma importancia: el desvalimiento y la dependencia del ser humano durante su prolongada infancia, y el hecho de su complejo de Edipo, que hemos reconducido a la interrupción del desarrollo libidinal por el período de latencia y, por tanto, a la acometida en dos tiempos de la vida sexual. (ver nota: [Por expresa indicación de Freud, en la traducción inglesa de 1927 este párrafo sufrió leves modificaciones, quedando así: « ... es el resultado de dos factores de suma importancia, uno biológico y el otro histórico: el desvalimiento y la dependencia del ser humano durante su prolongada infancia, y el hecho de su complejo de Edipo, cuya represión, tal como se ha mostrado, se vincula con la interrupción... », etc. Por algún motivo que se ignora, las enmiendas no fueron introducidas en las ediciones alemanas posteriores.]) Esta última propiedad, específicamente humana, según parece, fue caracterizada en una hipótesis psicoanalítica (nota:  Hipótesis formulada por Ferenczi (1913c). Freud parece acertarla más claramente en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 146.  ) como herencia del desarrollo hacia la cultura impuesto por la era de las glaciaciones. Así, la separación del superyó respecto del yo no es algo contingente: subroga los rasgos más significativos del desarrollo del individuo y de la especie y, más aún, en la medida en que procura expresión duradera al influjo parental, eterniza la existencia de los factores a que debe su origen.

Incontables veces se ha reprochado al psicoanálisis que no hace caso de lo más alto, lo moral, lo suprapersonal, en el ser humano. El reproche era doblemente injusto, tanto histórica como metodológicamente. Lo primero, porque desde el comienzo mismo se atribuyó a las tendencias morales y estéticas del yo la impulsión para el esfuerzo de desalojo {represión}; lo segundo, porque no se quiso comprender que la investigación psicoanalítica no podía emerger como un sistema filosófico con un edificio doctrinal completo y acabado, sino que debía abrirse el camino hacia la intelección de las complicaciones del alma paso a paso, mediante la descomposición analítica de los fenómenos tanto normales como anormales. Mientras debimos ocuparnos del estudio de lo reprimido en la vida anímica no necesitamos compartir la timorata aflicción por la suerte eventual de lo superior en el hombre. Ahora que hemos osado emprender el análisis del yo, a aquellos que sacudidos en su conciencia ética clamaban que, a pesar de todo, es preciso que haya en el ser humano una esencia superior, podemos responderles: «Por cierto que la hay, y es la entidad más alta, el ideal del yo o superyó, la agencia representante {Representanz} de nuestro vínculo parental. Cuando niños pequeños, esas entidades superiores nos eran notorias y familiares, las admirábamos y temíamos; más tarde, las acogimos en el interior de nosotros mismos».

El ideal del yo es, por lo tanto, la herencia del complejo de Edipo y, así, expresión de las más potentes mociones y los más importantes destinos libidinales del elloMediante su institución, el yo se apodera del complejo de Edipo y simultáneamente se somete, él mismo, al ello. Mientras que el yo es esencialmente representante del mundo exterior, de la realidad, el superyó se le enfrenta como abogado del mundo interior, del ello. Ahora estamos preparados a discernirlo: conflictos entre el yo y el ideal espejarán, reflejarán, en último análisis, la oposición entre lo real y lo psíquico, el mundo exterior y el mundo interior.

Lo que la biología y los destinos de la especie humana han obrado en el ello y le han dejado como secuela: he ahí lo que el yo toma sobre sí mediante la formación de ideal, y lo que es revivenciado en él individualmente. El ideal del yo tiene, a consecuencia de su historia de formación {de cultura}, el más vasto enlace con la adquisición filogenética, esa herencia arcaica, del individuo. Lo que en la vida anímica individual ha pertenecido a lo más profundo, deviene, por la formación de ideal, lo más elevado del alma humana en el sentido de nuestra escala de valoración. Pero sería un vano empeño localizar el ideal del yo, aunque sólo fuese de la manera como lo hicimos con el yo(nota:  Consecuentemente, en el diagrama no figura el superyó; no obstante, sí aparece en el diagrama posterior incluido en la 31º de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, pág. 73.), o adaptarlo a uno de los símiles mediante los cuales procuramos copiar en imágenes {nachbilden} el vínculo entre el yo y el ello.

Es fácil mostrar que el ideal del yo satisface todas las exigencias que se plantean a la esencia superior en el hombre. Como formación sustitutiva de la añoranza del padre, contiene el germen a partir del cual se formaron todas las religionesEl juicioacerca de la propia insuficiencia en la comparación del yo con su ideal da por resultado el sentir religioso de la humillación, que el creyente invoca en su añoranza. En el posterior circuito del desarrollo, maestros y autoridades fueron retomando el papel del padre; sus mandatos y prohibiciones han permanecido vigentes en el ideal del yo y ahora ejercen, como conciencia moral, la censura moral. La tensión entre las exigencias de la conciencia moral y las operaciones del yo es sentida como sentimiento de culpa. Los sentimientos sociales descansan en identificaciones con otros sobre el fundamento de un idéntico ideal del yo.

Religión, moral y sentir social -esos contenidos principales de lo elevado en el ser humano (notaAquí dejo de lado a la ciencia y al arte.)- han sido, en el origen, uno solo. Según las hipótesis de Tótem y tabú (nota: [Freud (1912-13), AE, 13, págs. 148 y sigs.]   ), se adquirieron, filogenéticamente, en el complejo paterno: religión y limitación ética, por el dominio sobre el complejo de Edipo genuino; los sentimientos sociales, por la constricción a vencer la rivalidad remanente entre los miembros de la joven generación. Los varones parecen haberse adelantado en todas esas adquisiciones éticas; la herencia cruzada aportó ese patrimonio también a las mujeres. Los sentimientos sociales nacen todavía hoy en el individuo como una superestructura que se eleva sobre las mociones de rivalidad y celos hacia los hermanos y hermanas. Puesto que la hostilidad no puede satisfacerse, se establece una identificación con quienes fueron inicialmente rivales. Observaciones de casos leves de homosexualidad apoyan la conjetura de que también esta identificación sustituye a una elección de objeto tierna, que ha relevado a la actitud hostil, agresiva. (ver nota: Cf. Psicología de las masas (1921c) [AE, 18, pág. 114] y «Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la horno sexualidad» (1922b). AE, 18, pág, 225.)

Con la mención de la filogénesis, empero, surgen nuevos problemas, y uno preferiría esquivar, temeroso, el darles respuesta, Pero de nada vale rehuirlos; uno tiene que aventurar el intento, aunque tenga miedo de que el intento mismo habrá de poner al desnudo la insuficiencia de todo el empeño. Las preguntas dicen: ¿Quién adquirió en su época religión y eticidad en el complejo paterno: el yo del primitivo o su ello? Si fue el yo, ¿por qué no hablamos simplemente de una herencia en el yo? Si el ello, ¿cómo armoniza esto con el carácter del ello? ¿O no es lícito hacer remontar a épocas tan tempranas la diferenciación en yo, superyó y ello? ¿No debe uno confesar honradamente que toda la concepción de los procesos yoicos no sirve de nada para entender la filogénesis, y le es inaplicable?

Respondamos primero lo más fácil de responder. Tenemos que atribuir la diferenciación entre yo y ello no sólo a los seres humanos primitivos, sino a seres vivos mucho más simples aún, puesto que ella es la expresión necesaria del influjo del mundo exterior. En cuanto al superyó, lo hacemos generarse, precisamente, de aquellas vivencias que llevaron al totemismo. La pregunta acerca de si el yo o el ello han hecho esas experiencias y adquisiciones, pronto se pulveriza en sí misma. La ponderación más inmediata nos dice que el ello no puede vivenciar o experimentar ningún destino exterior si no es por medio del yo, que subroga ante él al mundo exterior. Ahora bien, no puede hablarse, por cierto, de una herencia directa en el yo. Aquí se abre el abismo, la grieta, entre el individuo real y el concepto de la especie. En verdad, no es lícito tomar demasiado rígidamente el distingo entre yo y ello, ni olvidar que el yo es un sector del ello diferenciado particularmente. Las vivencias del yo parecen al comienzo perderse para la herencia, pero, si se repiten con la suficiente frecuencia e intensidad en muchos individuos que se siguen unos a otros generacionalmente, se trasponen, por así decir, en vivencias del ello, cuyas impresiones {improntas} son conservadas por herencia. De ese modo, el ello hereditario alberga en su interior los restos de innumerables existencias-yo, y cuando el yo extrae del ello {la fuerza para} su superyó, quizá no haga sino sacar de nuevo a la luz figuras, plasmaciones yoicas más antiguas.. procurarles una resurrección.

La historia genética del superyó permite comprender que conflictos anteriores del yo con las investiduras de objeto del ello puedan continuarse en conflictos con su heredero, el superyó. Si el yo no logró dominar bien el complejo de Edipo, la investidura energética de este, proveniente del ello, retomará su acción eficaz en la formación reactiva del ideal del yo. La amplia comunicación de este ideal con esas mociones pulsionales icc resolverá el enigma de que el ideal mismo pueda permanecer en gran parte inconciente, inaccesible al yo. La lucha que se había librado con furia en estratos más profundos, y que no se había decidido mediante una sublimación v una identificación súbitas, se prosigue ahora en una región más alta, como la batalla contra los hunos en el cuadro de Kaulbach. (ver nota: [La llamada comúnmente «Batalla de Châlons», del año 451. en que Atila fue derrotado por los romanos y visigodos. En ella se basó Wilhelm ven Kaulbach (1805-1874) para uno de sus murales del Nuevo Museo de Berlín, en el cual se representaba a los guerreros muertos continuando la lucha en el cielo por encima del campo de batalla, según una leyenda que se remonta a Damasciano, filósofo neoplatónico del siglo v.])

Las dos clases de pulsiones

Ya lo dijimos: Si nuestra articulación de la esencia del alma en un ello, un yo y un superyó significa un progreso en nuestra intelección, es preciso que demuestre ser también un medio para la comprensión más honda y la mejor descripción de los vínculos dinámicos presentes en la vida anímica. Ya tenemos en claro que el yo se encuentra bajo la particular influencia de la percepción, y que puede decirse, en líneas generales, que las percepciones tienen para el yo la misma sígnificatividad y valor que las pulsiones para el ello. Ahora bien, el yo está sometido a la acción eficaz de las pulsiones lo mismo que el ello, del que no es más que un sector particularmente modificado.

Acerca de las pulsiones he desarrollado recientemente una intuición, una visión (nota: Más allá del principio de placer (1920g).), que aquí retendré y supondré como base de las elucidaciones que siguen. Es esta: uno tiene que distinguir dos variedades de pulsiones, de las que una, las pulsiones sexuales o Eros, es con mucho la más llamativa, la más notable, por lo cual es más fácil anoticiarse de ella. No sólo comprende la pulsión sexual no inhibida, genuina, y las mociones pulsionales sublimadas y de meta inhibida, derivadas de aquella, sino también la pulsión de autoconservación, que nos es forzoso atribuir al yo y que al comienzo del trabajo analítico habíamos contrapuesto, con buenas razones, a las pulsiones sexuales de objeto. En cuanto a la segunda clase de pulsiones, tropezamos con dificultades para pesquisarla; por fin, llegamos a ver en el sadismo un representante de ella.Sobre la base de consideraciones teóricas, apoyadas por la biología, suponemos una pulsión de muerte, encargada de reconducir al ser vivo orgánico al estado inerte, mientras que el Eros persigue la meta de complicar la vida mediante la reunión, la síntesis, de la sustancia viva dispersada en partículas, y esto, desde luego, para conservarla. Así las cosas, ambas pulsiones se comportan de una manera conservadora en sentido estricto, pues aspiran a restablecer un estado perturbado por la génesis de la vida. La génesis de la vida sería, entonces, la causa de que esta última continúe y simultáneamente, también, de su pugna hacia la muerte-, y la vida misma sería un compromiso entre estas dos aspiraciones. Se diría, pues, que la pregunta por el origen de la vida sigue siendo cosmológica, en tanto que la pregunta por su fin y propósito recibiría una respuesta dualista.

Con cada una de estas dos clases de pulsiones se coordinaría un proceso fisiológico particular (anabolismo y catabolismo); en cada fragmento de sustancia viva estarían activas las dos clases de pulsiones, si bien en una mezcla desigual, de suerte que una sustancia podría tomar sobre sí la subrogación principal del Eros.

El modo en que las pulsiones de estas dos clases se conectan entre sí, se entremezclan, se ligan, sería totalmente irrepresentable aún; empero, que esto acontece de manera regular y en gran escala, he ahí un supuesto indispensable dentro de nuestra trabazón argumental. Como consecuencia de la unión de los organismos elementales unicelulares en seres vivos pluricelulares, se habría conseguido neutralizar la pulsión de muerte de las células singulares y desviar hacia el mundo exterior, por la mediación de un órgano particular, las mociones destructivas. Este órgano sería la musculatura, y la pulsión de muerte se exteriorizaría ahora -probablemente sólo en parte- como pulsión de destrucción dirigida al mundo exterior y a otros seres vivos. (ver nota: Esto se retorna en «El problema económico del masoquismo» (1924c))

Una vez que hemos adoptado la representación {la imagen} de una mezcla de las dos clases de pulsiones, se nos impone también la posibilidad de una desmezcla -más o menos completa de ellas. (ver nota: Un antecedente de lo que se dice a continuación sobre el sadismo aparece en Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, págs. 52-3.) En los componentes sádicos de la pulsión sexual, estaríamos frente a un ejemplo clásico de una mezcla pulsional (nota: «Dostoievski y el parricidio» (Freud, 1928b).) al servicio de un fin; y en el sadismo devenido autónomo, como perversión, el modelo de una desmezcla, si bien no llevada al extremo. A partir de aquí se nos abre un panorama sobre un vasto ámbito de hechos, que aún no había sido considerado bajo esta luz. Conocemos que la pulsíón de destrucción es sincronizada según reglas a los fines de la descarga, al servicio del Eros; vislumbramos que el ataque epiléptico es producto e indicio de una desmezcla de pulsiones, y vamos aprendiendo a comprender que entre los productos de muchas neurosis graves, entre ellas la neurosis obsesiva, merecen una apreciación particular la desmezcla de pulsiones y el resalto de la pulsión de muerte. En una generalización súbita, nos gustaría conjeturar que la esencia de una regresión libidinal (p. ej., de la fase genital a la sádico-anal) estriba en una desmezcla de pulsiones, así como, a la inversa, el progreso desde las fases anteriores a la fase genital definitiva tiene por condición un suplemento de componentes eróticos. (ver nota: Se vuelve sobre este punto en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 109.) También se plantea una pregunta: La regular ambivalencia que tan a menudo hallamos reforzada en la disposición constitucional a la neurosis, ¿no ha de concebirse como resultado de una desmezcla? Pero ella es tan originaria que más bien es preciso considerarla como una mezcla pulsional no consumada.

Nuestro interés apuntará, casi naturalmente, a estas preguntas: ¿No podrán descubrirse vínculos instructivos entre las formaciones del yo, el superyó y el ello que supusimos, por un lado, y las dos clases de pulsiones, por otro? ¿No podremos asignar al principio de placer, que gobierna los procesos anímicos, una posición fija respecto de las dos clases de pulsiones, y respecto de las diferenciaciones del alma? Antes de entrar en el examen de este punto, sin embargo, tenemos que dar curso a una duda que apunta a los términos mismos en que se plantea el problema. En cuanto al principio de placer no hay, por cierto, duda ninguna; la articulación del yo se apoya en una justificación clínica; en cambio, el distingo entre las dos clases de pulsiones no parece suficientemente certificado, y es posible que hechos del análisis clínico prueben que es ilegítimo.

Existiría quizás un hecho de tal índole. Nos está permitido sustituir la oposición entre las dos clases de pulsiones por la polaridad entre amor y odio. (ver nota: Para lo que sigue, véase el examen anterior de la relación entre amor y odio en «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), AE, 14, págs. 131-4, y el efectuado posteriormente en los capítulos V y VI de El malestar en la cultura (1930a).) Hallar un representante del Eros no puede provocarnos perplejidad alguna; en cambio, nos contenta mucho que podamos pesquisar en la pulsión de destrucción, a la que el odio marca el camino, un subrogado de la pulsión de muerte, tan difícil de asir. Ahora bien, la experiencia clínica nos enseña que el odio no sólo es, con inesperada regularidad, el acompañante del amor (ambivalencia), no sólo es hartas veces su precursor en los vínculos entre los seres humanos, sino también que, en las más diversas circunstancias, el odio se muda en amor y el amor en odio. Si esta mudanza es algo más que una mera sucesión en el tiempo, vale decir, un relevo, entonces evidentemente carece de sustento un distingo tan radical como el que media entre pulsiones eróticas y de muerte, que presupone procesos fisiológicos que corren en sentidos contrapuestos.

Sin embargo, es evidente que nada tiene que ver con nuestro problema el caso en que uno primero ama a cierta persona y después la odia, o a la inversa, si ella ha dado motivos. Tampoco es pertinente el otro caso, en que un enamoramiento todavía no manifiesto se exterioriza primero en hostilidad e inclinación a agredir, pues a raíz de la investidura de objeto el componente destructivo podría haber llegado ahí anticipadamente, aunándosele después el componente erótico. Pero por la psicología de las neurosis tenemos noticia de muchos casos que parecen sugerir la hipótesis de una mudanza. En la paranoia persecutoria, el enfermo se defiende de cierta manera de una ligazón homosexual hiperintensa con determinada persona, y el resultado es que esta persona amadísima pasa a ser el perseguidor contra quien se dirige la agresión, a menudo peligrosa, del enfermo. Tenemos el derecho de afirmar, por interpolación, que en una fase anterior el amor se había traspuesto en odio. Muy recientemente, a raíz de la génesis de la homosexualidad, pero también de los sentimientos sociales desexualizados, la indagación analítica nos dio a conocer la existencia de violentos sentimientos de rivalidad, que llevan a la agresión, tras cuyo doblegamiento, solamente, el objeto antes odiado pasa a ser amado o da origen a una identificación. Para estos casos se plantea el problema de si debe suponerse una trasposición directa de odio en amor. En efecto, se trata de cambios puramente internos, en que no cuenta para nada un eventual cambio en la conducta del objeto.

Ahora bien, la indagación analítica del proceso de la trasmudación paranoica nos familiariza con la posibilidad de un mecanismo diverso. Desde el comienzo ha existido una actitud ambivalente, y la mudanza acontece mediante un desplazamiento reactivo de la investidura, así: se sustrae energía a la moción erótica y se aporta energía a la moción hostil.

Algo semejante, aunque no idéntico, acontece a raíz de la superación de la rivalidad hostil que lleva a la homosexualidad, La actitud hostil no tiene perspectivas de satisfacción; por eso -vale decir: por motivos económicos- es relevada por la actitud de amor, que ofrece mejores perspectivas de satisfacción: posibilidad de descarga. Por consiguiente, ninguno de estos casos nos obliga a suponer una mudanza directa de odio en amor, que sería inconciliable con la diversidad cualitativa de las dos clases de pulsiones.

Notamos, empero, que al considerar este diverso mecanismo de la trasmudación de amor en odio hemos adoptado tácitamenteotro supuesto que merece enunciarse. Hemos interpolado un conmutador, como si en la vida anímica hubiera -ya sea en el yo o en el ello- una energía desplazable, en sí indiferente (nota: El concepto de «energía indiferente» ya había sido postulado por Freud en su trabajo «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, pág. 76.), que pudiera agregarse a una moción erótica o a una destructiva cualitativamente diferenciadas, y elevar su investidura total. Sin el supuesto de una energía desplazable de esa índole no salimos adelante. El único problema es averiguar de dónde viene, a quién pertenece y cuál es su intencionalidad.

El problema de la cualidad de las mociones pulsionales, y de la conservación de esa cualidad en los diferentes destinos de pulsión, es todavía muy oscuro y, por ahora, apenas se lo ha acometido. En las pulsiones sexuales parciales, que son particularmente accesibles a la observación, es posible comprobar algunos procesos que se sitúan dentro de estos mismos marcos; por ejemplo: que las pulsiones parciales se comunican por así decir unas con otras, que una pulsión que viene de una fuente erógena particular puede donar su intensidad para refuerzo de una pulsión parcial de otra fuente, que la satisfacción de una pulsión puede sustituir la de otra; y tantas cosas por el estilo, que a uno por fuerza le entra el coraje de aventurar supuestos de cierto tipo.

Y en verdad, en la presente elucidación tengo para ofrecer sólo un supuesto, no una prueba. Parece verosímil que esta energía indiferente y desplazable, activa tanto en el yo como en el ello, provenga del acopio libidinal narcisista y sea, por ende, Eros desexualizado. Es que las pulsiones eróticas nos parecen en general más plásticas, desviables y desplazables que las pulsiones de destrucción. Y desde ahí uno puede continuar diciendo, sin compulsión, que esta libido desplazable trabaja al servicio del principio de placer a fin de evitar estasis y facilitar descargas. En esto es innegable cierta indiferencia en cuanto al camino por el cual acontezca la descarga, con tal que acontezca. Nos hemos anoticiado de este rasgo como característico de los procesos de investidura en el ello. Se lo encuentra en las investiduras eróticas, toda vez que se desarrolla una particular indiferencia en relación con el objeto; y muy especialmente, en el análisis, a raíz de las trasferencias, que es forzoso que se consumen, no importa sobre qué personas. Hace poco, Rank [1913c] aportó bellos ejemplos de reacciones neuróticas de venganza dirigidas contra terceros. Respecto de esta conducta del inconciente, no se puede dejar de pensar en aquella anécdota, de efecto cómico: uno de los tres sastres de la aldea debe ser ahorcado porque el único herrero ha cometido un crimen que se castiga con la muerte. (ver nota: La anécdota fue relatada por Freud en su libro sobre el chiste (1905c), AE, 8, pág. 195, y en la 11º de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 15, pág. 159.) Castigo tiene que haber, aunque no recaiga sobre el culpable. Fue en los desplazamientos del proceso primario dentro del trabajo del sueño donde notamos por primera vez esa misma laxitud. En ese caso eran los objetos los relegados a un segundo plano; en el que ahora consideramos serían los caminos de la acción de descarga. Más parecido, más afín al yo sería el persistir con mayor exactitud en la selección del objeto así como de la vía de descarga.

Sí esta energía de desplazamiento es libido desexualizada, es lícito llamarla también sublimada, pues seguiría perseverando en el propósito principal del Eros, el de unir y ligar, en la medida en que sirve a la producción de aquella unicidad por la cual -o por la pugna hacia la cual- el yo se distingue. Si incluimos los procesos de pensamiento en sentido lato entre esos desplazamientos, entonces el trabajo del pensar -este también- es sufragado por una sublimación de fuerza pulsional erótica.

Henos aquí de nuevo frente a la posibilidad ya mencionada de que la sublimación se produzca regularmente por la mediación del yo. Recordamos el otro caso, en que este yo tramita las primeras (y por cierto también las posteriores) investiduras de objeto del ello acogiendo su libido en el yo y ligándola a la alteración del yo producida por identificación. Esta trasposición [de libido erótica] en libido yoica conlleva, desde luego, una resignación de las metas sexuales, una desexualización. Comoquiera que fuese, adquirimos la intelección de una importante operación del yo en su nexo con el Eros. Al apoderarse así de la libido de las investiduras de objeto, al arrogarse la condición de único objeto de amor, desexualizando o sublimando la libido del ello, trabaja en contra de los propósitos del Eros, se pone al servicio de las mociones pulsionales enemigas. En cambio, tiene que dar su consentimiento a otra parte de las investiduras de objeto del ello, acompañarlas, por así decir.

Más adelante hablaremos de otra consecuencia posible de esta actividad del yo.

Ahora habría que emprender una importante ampliación en la doctrina del narcisismo. Al principio, toda libido está acumulada en el ello, en tanto el yo se encuentra todavía en proceso de formación o es endeble. El ello envía una parte de esta libido a investiduras eróticas de objeto, luego de lo cual el yo fortalecido procura apoderarse de esta libido de objeto e imponerse al ello como objeto de amor. Por lo tanto, el narcisismo del yo es un narcisismo secundario, sustraído de los objetos. (ver nota:Esto se examina en el «Apéndice B»)

De continuo hacemos la experiencia de que las mociones pulsionales que podemos estudiar se revelan como retoños del Eros. Sí no fuera por las consideraciones desarrolladas en Más allá del principio de placer y, últimamente, por las contribuciones sádicas al Eros, nos resultaría difícil mantener la intuición básica dualista. (ver nota: Freud adhirió en forma permanente a una clasificación dualista de las pulsiones, como puede apreciarse en una larga nota al pie de Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, pág. 59; cf. también el resumen histórico contenido en mi «Nota introductoria» a «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), AE, 14, págs. 109-12.) Ahora bien, puesto que nos vemos precisados a mantenerla, se nos impone la impresión de que las pulsiones de muerte son, en lo esencial, mudas, y casi todo el alboroto de la vida parte del Eros. (ver nota:  Según nuestra concepción, en efecto, las pulsiones de destrucción dirigidas hacia afuera han sido desviadas del sí-mismo propio por la mediación del Eros.)

¡Y qué lucha contra el Eros! Es imposible rechazar la intuición de que el principio de placer sirve al ello como una brújula en la lucha contra la libidoque introduce perturbaciones en el decurso vitalSi la vida está gobernada por el principio de constancia como lo entiende Fechner (nota: Cf. Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, págs. 8-10.), Si está entonces destinada a ser un deslizarse hacia la muerte, son las exigencias del Eros, de las pulsiones sexuales, las que, como necesidades pulsionales, detienen la caída del nivel e introducen nuevas tensiones. El ello, guiado por el principio de placer, o sea por la percepción del displacer, se defiende de esas necesidades por diversos caminos. En primer lugar, cediendo con la mayor rapidez posible a los reclamos de la libido no desexualizada, esto es, pugnando por la satisfacción de las aspiraciones directamente sexuales. De manera más vasta, en la medida en que a raíz de una de estas satisfacciones, en que se conjugan todas las exigencias parciales, libra las sustancias sexuales, que son, por así decir, portadores saturados de las tensiones eróticas. (ver nota: Los puntos de vista de Freud sobre el papel que cumplen las «sustancias sexuales» se exponen en el tercero de sus Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, págs. 194-7.) La repulsión {Abstossung} de los materiales sexuales en el acto sexual se corresponde en cierta medida con la división entre soma y plasma germinalDe ahí la semejanza entre el estado que sobreviene tras la satisfacción sexual plena y el moriry, en animales inferioresla coincidencia de la muerte con el acto de procreaciónEstos seres mueren al reproducirse, pues, segregado el Eros por la satisfacción, la pulsión de muerte queda con las manos libres para llevar a cabo sus propósitos.Por último, y como ya tenemos dicho, el yo le alivia al ello ese trabajo de apoderamiento sublimando sectores de la libido para sí y para sus fines.

Los vasallajes del yo

Sírvanos de disculpa el carácter enmarañado de nuestro asunto: ninguno de los títulos coincide enteramente con el contenido del capítulo y cada vez que queremos estudiar nuevos nexos volvemos de continuo a lo ya tratado.

Así, ya dijimos repetidamente que el yo se forma en buena parte desde identificaciones que toman el relevo de investiduras del ello, resignadas; que las primeras de estas identificaciones se comportan regularmente como una instancia particular dentro del yo, se contraponen al yo como superyó, en tanto que el yo fortalecido, más tarde, acaso ofrezca mayor resistencia {Resistenz} a tales influjos de identificaciónEl superyó debe su posición particular dentro del yo o respecto de él a un factor que se ha de apreciar desde dos lados. El primero: es la identificación inicial, ocurrida cuando el yo era todavía endeble; y el segundo: es elheredero del complejo de Edipo, y por tanto introdujo en el yo los objetos más grandiosos. En cierta medida es a las posteriores alteraciones del yo lo que la fase sexual primaria de la infancia es a la posterior vida sexual tras la pubertad. Es accesible, sin duda, a todos los influjos que puedan sobrevenir más tarde; no obstante, conserva a lo largo de la vida su carácter de origen, proveniente del complejo paterno: la facultad de contraponerse al yo y dominarlo. Es el monumento recordatorio de la endeblez y dependencia en que el yo se encontró en el pasado, y mantiene su imperio aun sobre el yo maduroAsí como el niño estaba compelido a obedecer a sus progenitores, de la misma manera el yo se somete al imperativo categórico de su superyó.

Ahora bien, descender de las primeras investiduras de objeto del ello, y por tanto del complejo de Edipo, significa para elsuperyó algo más todavía. Como ya hemos consignado, lo pone en relación con las adquisiciones filogenéticas del ello y lo convierte en reencarnación de anteriores formaciones yoicas, que han dejado sus sedimentos en el ello. Por eso el superyó mantiene duradera afinidad con el ello, y puede subrogarlo frente al yo. Se sumerge profundamente en el ello, en razón de lo cual está más distanciado de la conciencia que el yo. (ver nota: Puede decirse: también el yo psicoanalítico o metapsicológico se encuentra cabeza abajo como el anatómico, el homúnculo del encéfalo)

Lo mejor para apreciar estos nexos será volver sobre ciertos hechos clínicos que desde hace mucho tiempo han dejado de ser una novedad, pero todavía aguardan su procesamiento en la teoría.

Hay personas que se comportan de manera extrañísima en el trabajo analítico. Si uno les da esperanza y les muestra contento por la marcha del tratamiento, parecen insatisfechas y por regla general su estado empeora. Al comienzo, se lo atribuye a desafío, y al empeño por demostrar su superioridad sobre el médico. Pero después se llega a una concepción más profunda y justa. Uno termina por convencerse no sólo de que estas personas no soportan elogio ni reconocimiento alguno, sino quereaccionan de manera trastornada frente a los progresos de la cura. Toda solución parcial, cuya consecuencia debiera ser una mejoría o una suspensión temporal de los síntomas, como de hecho lo es en otras personas, les provoca un refuerzo momentáneo de su padecer; empeoran en el curso del tratamiento, en vez de mejorar. Presentan la llamada reacción terapéutica negativa.

No hay duda de que algo se opone en ellas a la curación, cuya inminencia es temida como un peligro. Se dice que en estas personas no prevalece la voluntad de curación, sino la necesidad de estar enfermas. Analícese esta resistencia de la manera habitual, réstensele la actitud de desafío frente al médico, la fijación a las formas de la ganancia de la enfermedad; persistirá, no obstante, en la mayoría de los casos, Y este obstáculo para el restablecimiento demuestra ser el más poderoso; más que los otros con que ya estamos familiarizados: la inaccesibilidad narcisista, la actitud negativa frente al médico y el aferramiento a la ganancia de la enfermedad.

Por último, se llega a la intelección de que se trata de un factor por así decir «moral», de un sentimiento de culpa que halla su satisfacción en la enfermedad y no quiere renunciar al castigo del padecer. A este poco consolador esclarecimiento es lícito atenerse en definitiva. Ahora bien, ese sentimiento de culpa es mudo para el enfermo, no le dice que es culpable; él no se siente culpable, sino enfermo. Sólo se exterioriza en una resistencia a la curación, difícil de reducir. Además, resulta particularmente trabajoso convencer al enfermo de que ese es un motivo de su persistencia en la enfermedad; él se atendrá a la explicación más obvia, a saber, que la cura analítica no es el medio correcto para sanarlo. (ver nota: No es fácil para el analista luchar contra el obstáculo del sentimiento inconciente de culpa. De manera directa no se puede hacer nada; e indirectamente, nada más que poner poco a poco en descubierto sus fundamentos reprimidos inconcientemente, con lo cual va mudándose en un sentimiento conciente de culpa. Una particular chance de influir sobre él se tiene cuando ese sentimiento icc de culpa es prestado, vale decir, el resultado de la identificación con otra persona que antaño fue objeto de una investidura erótica. Esa asunción del sentimiento de culpa es a menudo el único resto, difícil de reconocer, del vínculo amoroso resignado. Es inequívoca la semejanza que esto presenta con el proceso de la melancolía. Si se logra descubrir tras el sentimiento icc de culpa esa antigua investidura de objeto, la tarea terapéutica suele solucionarse brillantemente; de lo contrario, el desenlace de la terapia en modo alguno es seguro. Depende primariamente de la intensidad del sentimiento de culpa; muchas veces la terapia no puede oponerle una fuerza contraria de igual orden de magnitud. Quizá también dependa de que la persona del analista se preste a que el enfermo la ponga en el lugar de su ideal del yo, lo que trae consigo la tentación de desempeñar frente al enfermo el papel de profeta, salvador de almas, redentor. Puesto que las reglas del análisis desechan de manera terminante semejante uso de la personalidad médica, es honesto admitir que aquí tropezamos con una nueva barrera para el efecto del análisis, que no está destinado a imposibilitar las reacciones patológicas, sino a procurar al yo del enfermo la libertad de decidir en un sentido o en otro. - [Freud volvió sobre este tema en «El problema económico del masoquismo» (1924c), donde examinó el distingo entre el sentimiento inconciente de culpa y el masoquismo moral. Véanse también los capítulos VII y VIII de El malestar en la cultura (1930a).)

Lo aquí descrito se aplica a los fenómenos más extremos pero es posible que cuente, en menor medida, para muchísimos casos de neurosis grave, quizá para todos. Y más todavía: quizás es justamente este factor, la conducta del ideal del yo, el que decide la gravedad de una neurosis. Por eso no rehuiremos algunas otras puntualizaciones sobre el modo en que el sentimiento de culpa se exterioriza en diversas condiciones.

El sentimiento de culpa normal, conciente (conciencia moral), no ofrece dificultades a la interpretación; descansa en la tensión entre el yo y el ideal del yo, es la expresión de una condena del yo por su instancia crítica. Quizá no diverjan mucho de él los notorios sentimientos de inferioridad de los neuróticos. En dos afecciones que nos resultan ya familiares, el sentimiento de culpa es conciente {notorio} de manera hiperintensa; el ideal del yo muestra en ellas una particular severidad, y se abate sobre el yo con una furia cruel. Pero la conducta del ideal del yo presenta entre ambos estados, la neurosis obsesiva y la melancolía, además de la señalada concordancia, divergencias que no son menos significativas.

En la neurosis obsesiva (en algunas formas de ella), el sentimiento de culpa es hiperexpreso, pero no puede justificarse ante el yo. Por eso el yo del enfermo se revuelve contra la imputación de culpabilidad, y demanda al médico le ratifique su desautorización de esos sentimientos de culpa. Sería insensato ceder a ello, pues de nada serviría. El análisis muestra, en efecto, que el superyó está influido por procesos de que el yo no se ha percatado {unbekennen}. Pueden descubrirse, efectivos y operantes, los impulsos reprimidos que son el fundamento del sentimiento de culpa. En este caso, el superyó ha sabido más que el yo acerca del ello inconciente {no sabido}.

En el caso de la melancolía es aún más fuerte la impresión de que el superyó ha arrastrado hacia sí a la conciencia. Pero aquí el yo no interpone ningún veto, se confiesa {bekennen} culpable y se somete al castigo. Comprendemos esta diferencia. En la neurosis obsesiva se trataba de mociones repelentes que permanecían fuera del yoen la melancolía, en cambio, el objeto, a quien se dirige la cólera del superyó, ha sido acogido en el yo por identificación.

Es cierto que no resulta evidente sin más que en estas dos afecciones neuróticas el sentimiento de culpa haya de alcanzar una intensidad tan extraordinaria; pero el principal problema que plantea esta situación reside en otro lugar. Posponemos su elucidación hasta considerar los otros casos, aquellos en que el sentimiento de culpa permanece inconciente.

Esto ocurre esencialmente en la histeria y en estados de tipo histérico. El mecanismo del permanecer-inconciente es aquí fácil de colegir. El yo histérico se defiende de la percepción penosa con que lo amenaza la crítica de su superyó de la misma manera como se defendería de una investidura de objeto insoportable: mediante un acto de represión. Se debe al yo, entonces, que el sentimiento de culpa permanezca inconciente. Sabemos que el yo suele emprender las represiones al servicio y por encargo de su superyó; pero he aquí un caso en que se vale de esa misma arma contra su severo amo. En la neurosis obsesiva, como es notorio, prevalecen los fenómenos de la formación reactiva; aquí [en la histeria] el yo sólo consigue mantener lejos el material a que se refiere el sentimiento de culpa.

Uno puede dar un paso más y aventurar esta premisa: gran parte del sentimiento de culpa tiene que ser normalmente inconciente, porque la génesis de la conciencia moral se enlaza de manera íntima con el complejo de Edipo, que pertenece al inconciente. Sí alguien quisiera sostener la paradójica tesis de que el hombre normal no sólo es mucho más inmoral de lo que cree, sino mucho más moral de lo que sabe, el psicoanálisis, en cuyos descubrimientos se apoya la primera mitad de la proposición, tampoco tendría nada que objetar a la segunda. (ver nota: Esa proposición sólo en apariencia es una paradoja; enuncia simplemente que la naturaleza del ser humano rebasa en mucho, tanteen el bien como en el mal, lo que él cree de sí, esto es, lo que se ha vuelto consabido a su yo a través de la percepción-conciencia.)

Fue una sorpresa hallar que un incremento de este sentimiento de culpa icc puede convertir al ser humano en delincuente. Pero sin duda alguna es así. En muchos delincuentes, en particular los juveniles, puede pesquisarse un fuerte sentimiento de culpa que existía antes del hecho (y por lo tanto no es su consecuencia, sino su motivo), como si se hubiera sentido un alivio al poder enlazar ese sentimiento inconciente de culpa con algo real y actual. (ver nota: Se hallará un examen completo de esto (junto con otras referencias) en «Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo, psicoanalítico» (1916d), AE, 14, págs. 338-9.)

En todas estas constelaciones, el superyó da pruebas de su independencia del yo conciente y de sus íntimos vínculos con el ello inconciente. Ahora bien, teniendo en vista la significatividad que atribuimos a los restos preconcientes de palabra en el yo, surge una pregunta: el superyó, toda vez que es icc, ¿consiste en tales representaciones-palabra, o en qué otra cosa? La respuesta prudente sería que el superyó no puede desmentir que proviene también de lo oído, es sin duda una parte del yo y permanece accesible a la conciencia desde esas representaciones-palabra (conceptos, abstracciones), pero la energía de investidura no les es aportada a estos contenidos del superyó por la percepción auditiva, la instrucción, la lectura, sino que la aportan las fuentes del ello.

La pregunta cuya respuesta habíamos pospuesto: ¿Cómo es que el superyó se exterioriza esencialmente como sentimiento de culpa (mejor: como crítica; «sentimiento de culpa» es la percepción que corresponde en el yo a esa crítica), y así despliega contra el yo una dureza y severidad tan extraordinarias? Si nos volvemos primero a la melancolía, hallamos que el superyó hiperintenso, que ha arrastrado hacia sí a la conciencia, se abate con furia inmisericorde sobre el yo, como sí se hubiera apoderado de todo el sadismo disponible en el individuo. De acuerdo con nuestra concepción del sadismo, diríamos que el componente destructivo se ha depositado en el superyó y se ha vuelto hacia el yoLo que ahora gobierna en el superyó es como un cultivo puro de la pulsión de muerte, que a menudo logra efectivamente empujar al yo a la muerte, cuando el yo no consiguió defenderse antes de su tirano mediante el vuelco a la manía.

En determinadas formas de la neurosis obsesiva los reproches de la conciencia moral son igualmente penosos y martirizadores, pero la situación es aquí menos trasparente. Es digno de notarse que, por oposición a lo que ocurre en la melancolía, el neurótico obsesivo nunca llega a darse muerte; es como inmune al peligro de suicidio, está mucho mejor protegido contra él que el histérico. Lo comprendemos: es la conservación del objeto lo que garantiza la seguridad del yo. En la neurosis obsesiva, una regresión a la organización pregenital hace posible que los impulsos de amor se traspongan en impulsos de agresión hacia el objeto. A. raíz de ello, la pulsión de destrucción queda liberada y quiere aniquilar al objeto, o al menos hace como si tuviera ese propósito. El yo no acoge esas tendencias, se revuelve contra ellas con formaciones reactivas y medidas precautorias; permanecen, entonces, en el ello. Pero el superyó se comporta como si el yo fuera responsable de ellas, y al mismo tiempo nos muestra, por la seriedad con que persigue a esos propósitos aniquiladores, que no se trata de una apariencia provocada por la regresión, sino de una efectiva sustitución de amor por odio. Desvalido hacia ambos costados, el yo se defiende en vano de las insinuaciones del ello asesino y de los reproches de la conciencia moral castigadora. Consigue inhibir al menos las acciones más groseras de ambos; el resultado es, primero, un automartirio interminable y, en el ulterior desarrollo, una martirización sistemática del objeto toda vez que se encuentre a tiro.

Las peligrosas pulsiones de muerte son tratadas de diversa manera en el individuo: en parte se las torna inofensivas por mezcla con componentes eróticos, en parte se desvían hacia afuera como agresión, pero en buena parte prosiguen su trabajo interior sin ser obstaculizadas. Ahora bien, ¿cómo es que en la melancolía el superyó puede convertirse en una suerte de cultivo puro de las pulsiones de muerte?

Desde el punto de vista de la limitación de las pulsiones, esto es, de la moralidad, uno puede decir: El ello es totalmente amoral, el yo se empeña por ser moral, el superyó puede ser hipermoral y, entonces, volverse tan cruel como únicamente puede serlo el ello. Es asombroso que el ser humano, mientras más limita su agresión hacia afuera, tanto más severo -y por ende más agresivo- se torna en su ideal del yo. A la consideración ordinaria le parece lo inverso: ve en el reclamo del ideal del yo el motivo que lleva a sofocar la agresión. Pero el hecho es tal como lo hemos formulado: Mientras más un ser humano sujete su agresión, tanto más aumentará la inclinación de su ideal a agredir a su yo. (ver nota: Esta paradoja vuelve a tratarse en «Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto» (1925i), y en «El problema económico del masoquismo» (1924c); con más detenimiento se la examina en el capítulo VII de El malestar en la cultura (1930a). ) Es como un descentramiento {desplazamiento}, una vuelta {revolución} hacia el yo propio. Ya la moral normal, ordinaria, tiene el carácter de dura restricción, de prohibición cruel.Y de ahí proviene, a todas luces, la concepción de un ser superior inexorable en el castigo.

Llegado a este punto, no puedo seguir elucidando estas constelaciones sin introducir un supuesto nuevo. El superyó se ha engendrado, sin duda, por una identificación con el arquetipo, paterno. Cualquier identificación de esta índole tiene el carácter de una desexualización o, aun, de una sublimación. Y bien; parece que a raíz de una tal trasposición se produce también unadesmezcla de pulsiones. Tras la sublimación, el componente erótico ya no tiene más la fuerza para ligar toda la destrucción aleada con él, y esta se libera como inclinación de agresión y destrucciónSería de esta desmezcla, justamente, de donde el ideal extrae todo el sesgo duro y cruel del imperioso deber-ser.

Agreguemos todavía una breve consideración sobre la neurosis obsesiva. En ella las constelaciones son diferentes. La desmezcla del amor en agresión no se ha producido por una operación del yo, sino que es la consecuencia de una regresión consumada en el ello. Mas este proceso ha desbordado desde el ello sobre el superyó, que ahora acrecienta su severidad contra el yo inocente. Pero, en los dos casos [neurosis obsesiva y melancolía], el yo, que ha dominado a la libido mediante identificación, sufriría a cambio, de parte del superyó, el castigo por medio de la agresión entreverada con la libido.

Nuestras representaciones sobre el yo comienzan a aclararse, y a ganar nitidez sus diferentes nexos. Ahora vemos al yo en su potencia y en su endeblez. Se le han confiado importantes funciones, en virtud de su nexo con el sistema percepción establece el ordenamiento temporal de los procesos anímicos y los somete al examen de realidad. (ver nota: «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, págs. 185-6.) Mediante la interpolación de los procesos de pensamiento consigue aplazar las descargas motrices y gobierna los accesos a la motilidad. (ver nota: «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911b), AE, 12, pág. 226.) Este último gobierno es, por otra parte, más formal que fáctico; con respecto a la acción, el yo tiene una posición parecida a la de un monarca constitucional sin cuya sanción nada puede convertirse en ley, pero que lo piensa mucho antes de interponer su veto a una propuesta del Parlamento. El yo se enriquece a raíz de todas las experiencias de vida que le vienen de afuera; pero el ello es su otro mundo exterior, que él procura someter. Sustrae libido al ello, trasforma las investiduras de objeto del ello en conformaciones del yo. Con ayuda del superyó, se nutre, de una manera todavía oscura para nosotros, de las experiencias de la prehistoria almacenadas en el ello.

Hay dos caminos por los cuales el contenido del ello puede penetrar en el yo. Uno es el directo, el otro pasa a través del ideal del yo; y acaso para muchas actividades anímicas sea decisivo que se produzcan por uno u otro de estos caminos. El yo se desarrolla desde la percepción de las pulsiones hacia su gobierno sobre estas, desde la obediencia a las pulsiones hacia su inhibición. En esta operación participa intensamente el ideal del yo, siendo, como lo es en parte, una formación reactiva contra los procesos pulsionales del ello. El psicoanálisis es un instrumento destinado a posibilitar al yo la conquista progresiva del ello.

Pero por otra parte vemos a este mismo yo como una pobre cosa sometida a tres servidumbres y que, en consecuencia, sufre las amenazas de tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó. Tres variedades de angustia corresponden a estos tres peligros, pues la angustia es la expresión de una retirada frente al peligro. Como ser fronterizo, el yo quiere mediar entre el mundo y el ello, hacer que el ello obedezca al mundo, y -a través de sus propias acciones musculares- hacer que el mundo haga justicia al deseo del ello. En verdad, se comporta como el médico en una cura analítica, pues con su miramiento por el mundo real se recomienda al ello como objeto libidinal y quiere dirigir sobre sí la libido del ello. No sólo es el auxiliador del ello; es también su siervo sumiso, que corteja el amor de su amo. Donde es posible, procura mantenerse avenido con el ello, recubre sus órdenes icc con sus racionalizaciones prcc, simula la obediencia del ello a las admoniciones de la realidad aun cuando el ello ha permanecido rígido e inflexible, disimula los conflictos del ello con la realidad y, toda vez que es posible, también los conflictos con el superyó. Con su posición intermedia entre ello y realidad sucumbe con harta frecuencia a la tentación de hacerse adulador, oportunista y mentiroso, como un estadista que, aun teniendo una mejor intelección de las cosas, quiere seguir contando empero con el favor de la opinión pública.

No se mantiene neutral entre las dos variedades de pulsiones. Mediante su trabajo de identificación y de sublimación, presta auxilio a las pulsiones de muerte para dominar a la libido, pero así cae en el peligro de devenir objeto de las pulsiones de muerte y de sucumbir él mismo. A fin de prestar ese auxilio, él mismo tuvo que llenarse con libido, y por esa vía deviene subrogado del Eros y ahora quiere vivir y ser amado.el yo se queja de la falta de amor del ello por haber tenido quecontravenir la satisfacción de sus deseos en aras del principio de realidad.? 
o, el que se queja es el ello porque no le han satisfecho los deseos?.


Pero como su trabajo de sublimación tiene por consecuencia una desmezcla de pulsiones y una liberación de las pulsiones de agresión dentro del superyó, su lucha contra la libido lo expone al peligro del maltrato y de la muerte. Si el yo padece o aun sucumbe bajo la agresión del superyó, su destino es un correspondiente del de los protistas, que perecen por los productos catabólicos que ellos mismos han creado. (ver nota: [Freud se había referido a estos animales unicelulares en Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, pág. 47. En la actualidad probablemente se diría «protozoos» más que «protistas».]) En el sentido económico, lamoral actuante en el superyó nos aparece como uno de estos productos catabólicos.

Entre los vasallajes del yo, acaso el más interesante es el que lo somete al superyó.

El yo es el genuino almácigo de la angustia. (ver nota: [Lo que a continuación se afirma sobre la angustia debe leerse teniendo en cuenta la revisión a que Freud sometió sus opiniones en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), donde vuelven a discutirse la mayoría de los puntos aquí tratados.]) Amenazado por las tres clases de peligro, el yo desarrolla el reflejo de huida retirando su propia investidura de la percepción amenazadora, o del proceso del ello estimado amenazador, y emitiendo aquella como angustia. Esta reacción primitiva es relevada más tarde por la ejecución de investiduras protectoras (mecanismo de las fobias). No se puede indicar qué es lo que da miedo al yo a raíz del peligro exterior o del peligro libidinal en el ello; sabemos que es su avasallamiento o aniquilación, pero analíticamente no podemos aprehenderlo. (ver nota: La idea del «avasallamiento» («Überwältigung») del yo aparece muy tempranamente en los escritos de Freud; véase, por ejemplo, su primer trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1894a), AE, 3, pág. 56. Ocupa un lugar prominente en el examen del mecanismo de las neurosis expuesto a Fliess en el Manuscrito K, del 1º de enero de 1896 (Freud, 1950a), AE, 1, págs, 264 y 267-8. Está conectada, a todas luces, con la «situación traumática» de Inhibición, síntoma y angustia (1926d). Véase también Moisés y la religión monoteísta (1939a), AE, 23, pág. 75,) El yo obedece, simplemente, a la puesta en guardia del principio de placer. En cambio, puede enunciarse lo que se oculta tras la angustia del yo frente al superyó -la angustia de la conciencia moral-. (ver nota: «Gewissensangst»; en el capítulo VII de Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 122, n. 4, hago algunas consideraciones acerca del uso de este término.) Del ser superior que devino ideal del yo pendió una vez la amenaza de castración, y esta angustia de castración es probablemente el núcleo en torno del cual se depositó la posterior angustia de la conciencia moral; ella es la que se continúa como angustia de la conciencia moral.

La sonora frase «Toda angustia es en verdad angustia ante la muerte» difícilmente posea un sentido y, en todo caso, no se la puede justificar. (ver nota:  [Cf. Stekel (1908, pág. 5).]) Más bien me parece enteramente correcto separar la angustia de muerte de la angustia de objeto (realista) y de la angustia libidinal neurótica. Aquella plantea un serio problema al psicoanálisis, pues«muerte» es un concepto abstracto de contenido negativo para el cual no se descubre ningún correlato inconciente. El único mecanismo posible de la angustia de muerte sería que el yo diera de baja en gran medida a su investidura libidinal narcisista, y por tanto se resignase a sí mismo tal como suele hacerlo, en caso de angustia, con otro objeto. Opino que la angustia de muerte se juega entre el yo y el superyó.

Tenemos noticia de la emergencia de angustia de muerte bajo dos condiciones, totalmente análogas, por lo demás, a las del desarrollo ordinario de angustia: como reacción frente a un peligro exterior y como proceso interno, por ejemplo en lamelancolía. El caso neurótico puede ayudarnos, también aquí, a inteligir el objetivo {real}.

La angustia de muerte de la melancolía admite una sola explicación, a saber, que el yo se resigna a sí mismo porque se siente odiado y perseguido por el superyóen vez de sentirse amado. En efecto, vivir tiene para el yo el mismo significado que ser amado: que ser amado por el superyó, que también en esto se presenta como subrogado del ello.

El superyó subroga la misma función protectora y salvadora que al comienzo recayó sobre el padrey después sobre la Providencia o el Destino. Ahora bien, el yo no puede menos que extraer la misma conclusión cuando se encuentra en un peligro objetivo desmedidamente grande, que no cree poder vencer con sus propias fuerzas. Se ve abandonado por todos los poderes protectores, y se deja morir. Por lo demás, esta situación sigue siendo la misma que estuvo en la base del primer gran estado de angustia del nacimiento (nota: [Véase mi «Introducción» a Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, págs. 81-2, donde comento la aparición de esta idea.]) y de la angustia infantil de añoranza: la separación de la madre protectora. (ver nota: Preanuncio de la «angustia de separación» )

De acuerdo con estas exposiciones, pues, la angustia de muerte puede ser concebida, lo mismo que la angustia de la conciencia moral, como un procesamiento de la angustia de castración. Dada la gran sígnificatividad que el sentimiento de culpa tiene para las neurosis, no puede desecharse que en los casos graves la angustia neurótica común experimente un refuerzo por el desarrollo de angustia entre yo y superyó (angustia de castración, de la conciencia moral, de muerte) .

El ello, a quien nos vemos reconducidos al final, no tiene medio alguno para testimoniar amor u odio al yo. Ello no puede decir lo que ello quiere; no ha consumado ninguna voluntad unitaria. Eros y pulsión de muerte luchan en el ello; dijimos ya con qué medios cada una de estas pulsiones se defiende de la otra. Podríamos figurarlo como si el ello estuviera bajo el imperio de las mudas pero poderosas pulsiones de muerte, que tienen reposo y querrían llamar a reposo a Eros, el perturbador de la paz, siguiendo las señas del principio de placer; no obstante, nos preocupa que así subestimemos el papel de Eros.


Apéndice A.

Sentido descriptivo y dinámico de lo inconciente

[Un curioso problema plantean dos oraciones. Atrajo mi atención a ese problema, en una comunicación personal, Ernest Jones, quien se encontró con él mientras examinaba la correspondencia de Freud.

El 28 de octubre de 1923, pocos meses después de que apareciera esta obra, Ferenczi escribió a Freud: « ...Sin embargo, me aventuro a formularle un interrogante [ . . . ] ya que hay un pasaje de El yo y el ello que no comprendo, si usted no me da la solución. [ ... ] Encuentro lo siguiente: (nota: De la edición alemana.) " ... en el sentido descriptivo hay dos clases de inconciente, pero en el dinámico sólo una". Pero como usted dice que lo inconciente latente es inconciente sólo descriptivamente, no en el sentido dinámico, yo había pensado que era precisamente el enfoque dinámico el que exigía la hipótesis de que hubiera dos clases de icc, mientras que para la descripción hay sólo cc e icc».

A esto respondió Freud, el 30 de octubre de 1923: « . . Su interrogante sobre el pasaje de El yo y el ello me ha producido verdadero espanto. Lo que allí se dice confiere un sentido directamente opuesto a la página 12; en la oración de la página 13 se han trastrocado simplemente "descriptivo" y "dinámico"».

Una breve consideración de este sorprendente asunto sugiere, empero, que la crítica de Ferenczi se basó en un error de comprensión suyo, y que Freud se apresuró demasiado a aceptarla. No es fácil despejar las confusiones que están en la base de la observación de Ferenczi, y se hace inevitable una argumentación más bien extensa. No obstante, vale la pena tratar de aclarar la cuestión, dado que otros, además de Ferenczi, pueden caer en igual error.

Comencemos por la primera parte de la segunda oración: « ... en el sentido descriptivo hay dos clases de inconciente». Esto parece tener un significado perfectamente claro: el término «inconciente» en su sentido descriptivo abarcados cosas: lo inconciente latente y lo inconciente reprimido. Sin embargo, Freud podría haber expresado la idea con mayor claridad aún. En lugar de «dos clases de inconciente [zweierlei Unbewusstes]», podría haber explicitado que en el sentido descriptivo hay «dos clases de cosas que son inconcientes». Y de hecho Ferenczi entendió mal, sin duda, estas palabras: pensó que con ellas se afirmaba que la expresión «descriptivamente inconciente» tenía dos significados distintos. Lo cual, como vio con acierto, no podía ser: el término «inconciente», utilizado descriptivamente, sólo podía tener un significado: que la cosa a la cual se aplicaba no era conciente. Dicho en términos de la lógica, creyó que Freud se estaba refiriendo a la connotación de la palabra, mientras que en realidad se estaba refiriendo a su denotación.

Pasemos ahora a la segunda parte de la oración: « . . pero en el [sentido] dinámico [hay] sólo una [clase de inconciente]». También aquí el significado parece claro: en su sentido dinámico el término «inconciente» sólo abarca una cosa: lo inconciente reprimido. Se trata, una vez más, de un enunciado acerca de la denotación del término, pero aun si hubiera sido un enunciado acerca de su connotación permanecería válido: «inconciente en sentido dinámico» sólo puede tener un significado. Pese a ello, Ferenczi objeta esta expresión, basándose en que «era precisamente el enfoque dinámico el que exigía la hipótesis de que hubiera dos clases de icc». Nuevamente, en esto Ferenczi comprendió mal a Freud. Pensó que lo que este afirmaba era: si consideramos el término «inconciente» teniendo presentes los factores dinámicos, vemos que sólo tiene un significado -lo cual, desde luego, hubiera sido lo contrarío de todo lo que venía sosteniendo Freud- En realidad, Freud quería decir que todas las cosas que son inconcientes dinámicamente (o sea, que son reprimidas) pertenecen a una y la misma clase. La argumentación se torna algo más confusa aún por el hecho de que Ferenczi emplea el símbolo «icc» para designar «inconciente» en sentido descriptivo, un desliz que el propio Freud cometió de manera implícita.

Así pues, la segunda oración de Freud parece en sí misma totalmente inmune a la crítica. Ahora bien: ¿es, como sugiere Ferenczi y Freud parece aceptar, incompatible con la primera? En la primera se decía que lo latente es «inconciente sólo descriptivamente, no en el sentido dinámico». A juicio de Ferenczi, esto parecería contradecir el enunciado posterior de que «en el sentido descriptivo hay dos clases de inconciente». No obstante, los dos enunciados no se contradicen. El hecho de que lo inconciente latente sea inconciente sólo descriptivamente no implica, en modo alguno, que sea la única cosa inconciente descriptivamente.

En verdad, hay un párrafo en la 31º de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (Freud, 1933a), escritas unos diez años después que la presente obra, en que Freud repite toda la argumentación en términos muy semejantes (AE, 22, págs. 65 y sigs.). Allí se explica en más de una oportunidad que, en el sentido descriptivo, tanto lo preconciente como lo reprimido son inconcientes, mientras que en el sentido dinámico la designación «inconciente» se restringe a lo reprimido.

Debe señalarse que este intercambio epistolar tuvo lugar apenas unos días después que Freud fuera sometido a una intervención quirúrgica sumamente seria. Aún no podía escribir (su respuesta fue dictada), y es probable que no estuviera en condiciones de sopesar cabalmente la crítica. Parece admisible que, luego de reflexionar sobre el «descubrimiento» de Ferenczi, advirtiera que era ilusorio, ya que en las ediciones posteriores del libro ese pasaje nunca fue modificado.


Apéndice B.

El gran reservorio de la libido

[Este punto, plantea considerables dificultades.

Aparentemente, la analogía figuró por primera vez en una nueva sección agregada por Freud a la tercera edición de los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), que se publicó en 1915 pero él había preparado en el otoño de 1914. El pasaje reza así: «La libido narcisista o libido yoica se nos aparece como el gran reservorio desde el cual son emitidas las investiduras de objeto y al cual vuelven a replegarse; y la investidura libidinal narcisista del yo, como el estado originario realizado en la primera infancia, que es sólo ocultado por los envíos posteriores de la libido, pero se conserva en el fondo tras ellos» (AE, 7, pág. 199).

Sin embargo, la misma idea había sido expresada antes en otra de las analogías favoritas de Freud, que a veces se presenta como alternativa y otras veces en forma paralela a la del «gran reservorio». Ese párrafo anterior se halla en «Introducción del narcisismo» (1914c), escrito de Freud que data de los comienzos de ese año 1914: «Nos formamos así la imagen de una originaria investidura libidinal del yo, cedida después a los objetos; empero, considerada en su fondo, ella persiste, y es a las investiduras de objeto como el cuerpo de una ameba a los seudópodos que emite» (AE, 14, pág. 73). (ver nota: Un esbozo rudimentario de esta analogía había aparecido va en Tótem y tabú (1912-13), publicado a comienzos de 1913 (AE, 13, pág. 92).)

Ambas analogías aparecen juntas en un artículo casi de divulgación, escrito a fines de 1916 para una publicación húngara, «Una dificultad del psicoanálisis» (1917a): «El yo es un gran reservorio del cual fluye la libido destinada a los objetos y al cual refluye desde los objetos. [ ... ] A fin de ilustrar estas constelaciones, imaginemos una ameba cuya sustancia gelatinosa emite seudópodos ... » (AE, 17, pág. 131).

El símil de la ameba reaparece en la 26ª de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), que data de 1917, y el del reservorio, en Más allá del principio de placer (1920g): «La observación psicoanalítica [ ... ] llegó a la intelección de que el yo era el reservorio genuino y originario de la libido, la cual sólo desde ahí se extendía al objeto» (AE, 18, pág. 50).

Un párrafo muy similar se halla en uno de los «Dos artículos de enciclopedia» (1923a), AE, 18, pág. 252, que escribió Freud en el verano de 1922, y casi inmediatamente después vino el pronunciamiento acerca del ello, en lo que parecía ser una drástica enmienda de las proposiciones anteriores: «Ahora, luego de la separación entre el yo y el ello, debemos reconocer al ello como el gran reservorio de la libido». «Al principio, toda libido está acumulada en el ello, en tanto el yo se encuentra todavía en proceso de formación o es endeble. El ello envía una parte de esta libido a investiduras eróticas de objeto, luego de lo cual el yo fortalecido procura apoderarse de esta libido de objeto e imponerse al ello como objeto de amor. Por lo tanto, el narcisismo del yo es un narcisismo secundario, sustraído de los objetos».

Esta nueva postura de Freud parece perfectamente entendible; por ello, choca un poco encontrar la siguiente oración, escrita apenas un año después, aproximadamente, de El yo y el ello, en la Presentación autobiográfica (1925d): «Durante la vida entera el yo sigue siendo el gran reservorio de libido del cual son emitidas investiduras de objeto y al cual la libido puede refluir desde los objetos» (AE, 20, pág. 52). (ver nota: Se encuentra una declaración casi idéntica en la 32º de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, pág. 95. Pero véase también: «Las investiduras de objeto parten de las exigencias pulsionales del ello».)

Cierto es que esto forma parte de un boceto histórico de la evolución de la teoría psicoanalítica, pero no hay aquí indicio alguno del cambio de punto de vista enunciado en El yo y el ello. Finalmente, en uno de los últimos escritos de Freud, su Esquema del psicoanálisis, de 1938 (1940a), encontramos este pasaje: «Es difícil enunciar algo sobre el comportamiento de la libido dentro del ello y dentro del superyó. Todo cuanto sabemos acerca de esto se refiere al yo, en el cual se almacena inicialmente todo el monto disponible de libido. Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta que el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el cual investiduras libidinales son enviadas a los objetos y al interior del cual se las vuelve a retirar, tal como un cuerpo protoplasmático procede con sus seudópodos» (AE, 23, pág. 148).

¿Deben entenderse estos últimos pasajes como una retractación de Freud respecto de las opiniones expresadas en la presente obra? Parece difícil creerlo; pueden hacerse al menos dos consideraciones que tal vez contribuyan a conciliar estos puntos de vista en apariencia conflictivos. La primera es trivial: la analogía del «reservorio» es por naturaleza ambigua, ya que un reservorio puede ser tanto un tanque para almacenamiento de agua como una fuente aprovisionadora de agua. Nada impide aplicar la imagen en ambos sentidos al yo y al ello, y por cierto los diversos pasajes que hemos citado serían más claros si Freud hubiese mostrado con más precisión cuál de esas imágenes tenía presente.

La segunda consideración tiene mayor importancia. En las Nuevas conferencias, muy poco después del primero de los párrafos citados, Freud intercala en medio de un examen del masoquismo lo siguiente: «Si respecto de la pulsión de destrucción también es válido que el yo pero más bien pensamos aquí en el ello, en la persona total incluye originariamente dentro de sí todas las mociones pulsionales ... » (AE, 22, pág. 97). La cláusula entre guiones apunta, claro está, al primitivo estado de indiferenciación del yo y el ello, presupuesto de Freud muy conocido sin duda; y una acotación similar pero más definida se halla en el Esquema del psicoanálisis, dos párrafos antes del fragmento citado: «Nos representamos un estado inicial de la siguiente manera: la íntegra energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido, está presente en el yo-ello todavía indiferenciado» (AE, 23, Pág. 147). Si vemos en esto la verdadera esencia de la teoría de Freud, se reduce la aparente contradicción en la expresión que él le diera. Este «ello-yo» era originalmente el «gran reservorio de libido», en el sentido de un tanque de almacenamiento Una vez sobrevenida la diferenciación, el ello seguiría siendo un tanque de almacenamiento, pero al comenzar a enviar investiduras (ya sea hacia los objetos o hacia el yo ahora diferenciado) se convertiría, además, en una fuente aprovisionadora. Pues bien, esto mismo es válido para el yo, ya que este tanto sería tanque de almacenamiento de libido narcisista como, desde otra perspectiva, fuente aprovisionadora de investiduras de objeto.

Esto último nos lleva, no obstante, a otra cuestión en la cual parece inevitable suponer que Freud sostuvo distintas opiniones en diferentes momentos. En El yo y el ello se nos dice que «al principio, toda libido está acumulada en el ello»; luego, «el ello envía una parte de esta libido a investiduras eróticas de objeto», de las que el yo «procura apoderarse [ ... ] e imponerse al ello como objeto de amor. Por lo tanto, el narcisismo del yo es un narcisismo secundario ... ». En el Esquema, en cambio, leemos que es en el yo «donde se almacena inicialmente todo el monto de libido disponible», estado al cual se llama «narcisismo primario absoluto» y que «perdura hasta que el yo comienza a investir con libido las representaciones de los objetos». Dos procesos diversos parecen ser vislumbrados en estas dos descripciones. Según el primero, las investiduras de objeto originales provendrían directamente del ello, y sólo indirectamente alcanzarían al yo; según el otro, la totalidad de la libido pasaría del ello al yo y llegaría indirectamente a los objetos. Los dos procesos no resultan incompatibles, y es posible que ambos tengan lugar; pero sobre esto Freud guarda silencio.]

1 comentario:

  1. Pero por Dios margarita.
    Quanto trabajo !!! Quando vaya a colombi (pq un dia voy) a me gustaria conocerte...

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gracias por su comentario.